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Estados Unidos, sin la voz de los cubanos moderados.

Henry Kissinger, difícilmente un admirador de Castro o partidario de la presidencia de Clinton, y nada cándido respecto a la capacidad del dictador cubano para manipular la propaganda, expresó hace unos días el punto de vista de la mayoría de los estadounidenses: el bienestar de Elián González exigía que se reuniese con su padre y con sus abuelos; era estrictamente un asunto de familia. La opinión pública de Estados Unidos era perfectamente consciente de que si Elián hubiese sido un niño de Haití, México o cualquier otro país, lo habrían devuelto inmediatamente a su padre. Nadie habría prestado la más mínima atención a las necesidades emocionales de un tío abuelo; y si un familiar lejano se hubiese negado a devolver al niño, lo habrían llevado ante los tribunales acusado de secuestro.El creciente enojo de la opinión pública estadounidense con los familiares de Elián en Miami tiene menos que ver con el hecho de que desobedeciesen la ley (hay momentos en los que la desobediencia civil tiene cabida) que con su curiosa creencia de que están en su derecho y su completa indiferencia ante las necesidades de un niño enormemente traumatizado por una pérdida tremenda. La gente está harta de que tanto los republicanos como los demócratas consientan, para ganar los votos de Florida, los caprichos de los cubanos de Miami; la principal crítica es que el Gobierno tardó demasiado tiempo en rescatar a Elián.

Los cubanos de Miami viven con una doble realidad. Por una parte, han sido víctimas de un brutal dictador y muchos han padecido la muerte o el encarcelamiento de sus familiares; por otra, en opinión de los demás grupos, gozan de una condición especial demasiado privilegiada, que no disfruta ningún otro grupo, ni siquiera los refugiados de regímenes terroristas.

El problema para la opinión pública estadounidense es que hay una enorme falta de comunicación; ya no oímos gran cosa de los escritores cubano-norteamericanos exiliados con capacidad de comunicarse con nosotros en un lenguaje razonable y matizado; muchos de esos dotados intelectuales viven ahora en Europa. Escuchamos principalmente a los extremos: Fidel, por una parte, y el alcalde de Miami y los soeces políticos estadounidenses de derechas, por la otra. Ambos grupos se mueven fuera de la realidad.

A mediados de los ochenta, miembros de la delegación cubana de Nueva York se pusieron en contacto conmigo y me tentaron, como hicieron con muchos periodistas, con la insinuación de que podía reunirme con Castro. Me animaron a que enviara una carta personal a Fidel, y lo hice, pero a mi manera. Escribí que lo que más me interesaba de Cuba eran los derechos humanos; que trabajaba en la defensa de los derechos humanos con Juan Goytisolo y otros escritores. No recibí respuesta.

Cuando Castro se presentó en Manhattan en 1996, cubrí su visita a la Iglesia Baptista Abisinia en Harlem para la revista Dissent. Fue rarísimo. La revista oficial, desplegada delante de la iglesia, afirmaba que el poeta cubano Severo Sarduy era uno de los suyos, cuando Sarduy había muerto en el exilio en París. También hay personajes soeces en la izquierda. Contra lo que se habría debido protestar en 1996 es contra Ted Turner, el compinche de Fidel; puso a su corresponsal de la CNN, Bernard Shaw, en la humillante tesitura de realizar la principal entrevista a Castro como una especie de coqueteo, dejando aparcados los derechos humanos. Fue parte de aquella irreal visita. Al final de su viaje, Fidel anunció que el único grupo para él habían sido las masas que lo habían saludado en las calles de Harlem, cuando lo que sucedió fue justamente lo contrario. No había masas, las calles de Harlem estaban vacías aquel día. Los únicos que se reunieron con Fidel fueron los grandes empresarios: David Rockefeller, Lee Iacocca y Mort Zuckerman.

Pero es contraproducente para los cubanos de Miami emplear las tácticas de Fidel. Es malo que los cubanos moderados de Miami se sientan demasiado intimidados para expresar públicamente su punto de vista. También es mal asunto que el alcalde de Miami despidiese a los dos jefes de policía que no le avisaron de la redada de los agentes federales (evitando con ello la violencia callejera). En Estados Unidos tenemos una dolorosa historia de violencia interna; no podemos arriesgarnos a ser estúpidos respecto a dichos asuntos. Permitir que una muchedumbre enfurecida de Miami sepa la hora exacta del rescate, o enviar a Juan Miguel González a Miami a recoger a su hijo, podría haber sido tan peligroso como lo fue permitir a Kennedy circular por las calles de Dallas sin un coche cubierto y blindado. Ya es hora de que los cubanos de Estados Unidos, y la opinión pública estadounidense, escuchen a una población que definitivamente existe, los exiliados moderados.

Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.

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