Disparos contra la memoria antifascista
José Luis López de Lacalle, asesinado ayer por ETA, no era un periodista, pero lo han matado por escribir en los periódicos; para callarle. Memoria viviente de la resistencia contra la dictadura, cada artículo suyo venía a recordar la mentira, la vileza y la cobardía sobre la que ETA y sus amigos pretenden construir una patria a su medida.Esta última víctima de ETA era conocida sobre todo por su pasado de luchador antifranquista: fue miembro del Partido Comunista de Euskadi en la clandestinidad y fundador de las Comisiones Obreras en Guipúzcoa, lo que le llevó a conocer la cárcel en los años sesenta. Como a otros muchos demócratas, la actividad terrorista de ETA y los abusos cometidos en nombre de la patria vasca le hicieron regresar a la política en los años ochenta: participó en las primeras movilizaciones contra los asesinatos, figuró como independiente en listas electorales, escribió en los periódicos, fue uno de los fundadores del Foro Ermua.
Nadie podrá alegar sorpresa, y menos que nadie los confidentes de ETA, en sentido amplio. Los terroristas raramente amenazan en vano. Antes de acabar con la vida de López de Lacalle habían intentado hacerlo con otros dos periodistas. La verosimilitud de un atentado de ETA contra los que escriben o hablan en contra de la organización terrorista en los medios de comunicación era un dato con el que cuentan quienes señalan. Quede clara constancia de ello. No es que quieran que ETA mate, pero sí que la posibilidad de que lo haga sirva para acallar las voces que les inquietan. Sobre todo, voces como la de José Luis López de Lacalle, de quien nadie podrá decir que fuera un enemigo de Euskadi, de la libertad o de la autonomía.
Resulta sarcástico que los portavoces del brazo político de ETA aleguen que su deseo es que "se respete la palabra y la decisión de Euskal Herria": su forma de respetar la palabra de los ciudadanos es liquidar a quien diga algo que cuestione lo que ETA ha decidido que deben decir los vascos.
El lehendakari reiteró ayer las palabras que suele decir en ocasiones similares, pero sigue sin entender que la actitud moral ante el terrorismo y la imposición no es algo que dependa de la entonación; que será difícil que EH se tome en serio sus exhortaciones a independizarse de ETA mientras él mismo sea incapaz de tomar distancias respecto a su partido y éste mantenga su apuesta de alianza nacionalista entre demócratas y quienes no lo son. La solidaridad con las víctimas, para ser real, implicaría el enfrentamiento con los verdugos, pero ésa es una frontera que no se traspasa si puede evitarse. Los sarcasmos sobre el Foro Ermua, el siniestro discurso de que ETA debía dejar de matar para no favorecer a Mayor Oreja -lo que equivale a decir que si no lo favoreciera sería legítimo hacerlo-, las apelaciones a la "violencia mediática", reiteradas ayer mismo, forman parte de la atmósfera ideológica que necesita ETA para subsistir. El hecho de que desprecie a los partidos nacionalistas democráticos no significa que no precise de su discurso para legitimarse a sus propios ojos como vanguardia de un vasto frente.
ETA ha roto la tregua alegando que los partidos nacionalistas no habían cumplido hasta el final su compromiso por la independencia; pero la represalia que toman por ello consiste en atacar a los no nacionalistas, y más concretamente, a quienes denuncian ese compromiso, como hizo López de Lacalle en su último artículo, publicado la semana pasada en El Mundo. La amenaza de ETA al PNV consiste en advertirle que hará caer sobre ellos la sangre de las víctimas, convirtiéndolos en sus cómplices. Pero los dirigentes nacionalistas no acaban de encontrar el valor suficiente para romper ese lazo siniestro.
Nadie puede ignorar que la temeraria apuesta nacionalista del pacto con ETA, prolongado en el de Lizarra, ha fracasado, y que cuanto antes lo reconozcan menos costosos serán sus efectos para el sistema democrático y para los propios partidos nacionalistas. Pero existe la impresión de que algunos dirigentes están dispuestos a buscar culpables donde sea antes de dar su brazo a torcer. El personaje más trágico de la última obra de Mario Vargas Llosa es un jefe militar implicado en la conjura contra el caudillo dominicano Rafael Leónidas Trujillo, que sabe perfectamente lo que debe hacer en cada momento, pero que, movido por una tendencia irrefrenable hacia el desastre, hace justamente lo contrario, atrayendo la desgracia hacia sí mismo y quienes habían confiado en él. Por cobardía. Sólo por cobardía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.