¿Nacionalismo o democracia?
Tras los fallidos atentados contra el periodista Carlos Herrera primero y Zuloaga, de La Razón, después, dando la bienvenida al nuevo Gobierno y preparado por el culebrón del Gara, a la tercera ha caído José Luis López de Lacalle, columnista de El Mundo, 62 años, casado, dos hijos, comunista y encarcelado por Franco cinco años por defender la libertad de sus asesinos, fundador de IU vasca, miembro del Foro Ermua, al parecer amigo de Jaime Mayor, y de nuevo cuatro tiros por la espalda, mañana de domingo, las frases redichas y los pasamontañas de la policía vasca, una sábana blanca cubriendo un cadáver sobre la acera, la sangre roja derramada, el pasmo, el espanto, la impotencia y las declaraciones de condena, todo ya demasiado sabido, un dejá vu que regresa una y otra vez compulsivamente como una pesadilla, mucho más que una realidad, hiperreal, primordial, recordando que la verdad de los vascos es eso, la posibilidad perpetua del asesinato como último argumento.Primero fueron policías, algunos conocidos torturadores; luego fueron políticos; ahora periodistas, un tiro contra la libertad de expresión, bombas contra la opinión pública, no hablar, no pensar. De Lacalle era sin duda un miembro de la Brunete mediática a la que aludía Anasagasti, y también una vez más emerge la terrible complicidad objetiva de los discursos nacionalistas con la violencia asesina, más allá de acuerdos, firmas o rúbricas, más allá incluso de intenciones. Nada es inocente en el complejo avispero vasco y las palabras son lanzas antes de haberse pronunciado. Pues las frases que en boca de los políticos son de simple confrontación se transforman en insultos y carteles amenazadores en la calle que posteriormente triangulan el tiro de las pistolas. Terrible responsabilidad moral la de quienes dicen hablar en nombre de los electores nacionalistas.
De modo que la pregunta del presidente que noqueó a Anasagasti en el Congreso debemos pronunciarla hoy con más fuerza: ¿qué tiene que pasar para que el PNV se aparte de Lizarra y rompa con HB, para que sus militantes pidan cuentas a quienes les han llevado a esta complicidad insensata, para que el Gobierno vasco busque las alianzas que necesita para gobernar entre las víctimas y no entre los asesinos, para que Ibarretxe movilice a la policía vasca y a toda la sociedad para defender sus ciudadanos contra todo tipo de violencia? ¿Qué nuevo asesinato, cuantos más horrores para que el nacionalismo vasco se encamine de nuevo por la senda democrática y aleje definitivamente toda sombra de complicidad con el fascismo? Pues es lo cierto que, movilizado por el discurso cada vez más reaccionario, agresivo, violento, chulesco, amenazante y racista de Arzalluz, el nacionalismo vasco pagando el precio de su destrucción democrática bajo el señuelo ingenuo de atraer a los abertzales a la democracia. Evidentemente está ocurriendo lo contrario y ETA está ganando la batalla interna por el control del nacionalismo, que, olvidando su historia, regresa a los orígenes sabinianos, sólo que con las pistolas al cinto.
Y no podía ser de otro modo si se aceptan sus reglas del juego, a saber, que no hay solución democrática a la construcción de la soberanía vasca y que, por tanto, sin el terror no hay Estado vasco posible. Pues desgraciadamente lo que la acción de ETA provoca es un dilema insoslayable: o bien se sigue la senda de las mayorías y entonces el nacionalismo soberanista carece de futuro, o bien se afirma el soberanismo pero entonces se debe renunciar a los procedimientos democráticos. El dilema que ETA provoca una y otra vez es pues nacionalismo o democracia, pues el fin no es alcanzable por esos medios. Lo grave es que Arzalluz (arrastrando al PNV, al lendakari y a su Gobierno) ha aceptado esa lógica y está dispuesto a pacificar Euskadi haciendo oídos sordos a los tiros. Pero, ¿qué Estado sería ése, bajo el control de los pistoleros, con una "economía identitaria", embarcado en la construcción del "ser para decidir" y otras lindezas? Por supuesto, el pensamiento identitario no admite dudas en su lógica implacable y el fin justifica todos los medios, aunque sea queriendo ignorar el otro cuerno del dilema: que esos medios violentos hacen también imposible el fin perseguido de una "verdadera" libertad para los vascos.
En estas ocasiones uno no puede dejar de pensar que casi todo es disparate y delirio salvo los muertos.
(e.lamo@iuog.fog.es)
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