Jerga y afición
Desde hace muchos siglos fue Andalucía una tierra productora de lenguajes: el romance que viajó hacia ninguna parte tras la caída del Imperio Romano, aquel dialecto arábigo de Abenguzmán que no entendían en Oriente... Del castellano de los moriscos y de los gitanos nos dejaron muestras en sus obras prácticamente todos nuestros clásicos. Algunos de ellos fueron los que nos advirtieron también de que en la Sevilla del XVI, entre la gente del hampa y de la picaresca, se propagaban germanías cambiantes en cuanto comenzaban a perder su carácter críptico: eran las abuelas y las madres de las jergas que se irían sucediendo casi hasta nuestros días.Los primeros, los lenguajes de las amplias minorías que buscaban integrarse, caminaban por la lógica de la comunicación, eran formas adquiridas trabajosamente para lograr hacerse entender cuando llegó el cambio del latín por el árabe, de éste por el castellano, esfuerzo por hablar de gentes que no habían mamado la lengua dominante...
Sin embargo, las segundas, las jergas, nacieron para todo lo contrario, para no dejarse penetrar; permanecían casi estáticas alrededor de un fenómeno esperando clientes que llegaban hasta ellas para aprenderlas y convertirse así en individuos herméticos a los ojos de los no iniciados. Son ésas de las que nos habla en el quinientos, por ejemplo, Cristobal de Chaves en su descripción de la Cárcel Real de la calle Sierpes. Eran posesión exclusiva de sectores marginales y cerrados, los que integraban las germanías. Pero, a partir del siglo XVIII, las cosas tomaron un rumbo distinto.
Siglo y medio antes el protestantismo había abierto la brecha a las lenguas no sólo de naciones pequeñas sino hasta a las más minoritarias de grupos casi tribales. La Biblia fue traducida a todas ellas y este hecho, considerado nefasto por las mentes católicas más ortodoxas, se convirtió en su viceversa cuando llegaron las ideas de Diderot y Voltaire: entonces los religiosos comenzaron a predicar sus sermones en las hablas y dialectos de sus rebaños espirituales y tradujeron a ellos las oraciones del padrenuestro y del avemaría para preservarlos de las doctrinas ilustradas. Los antiguos señores de la guerra, ahora sin guerras que llevarse a la espuela, también se apuntaron a este partido que les permitía vivir el mundo de lo simbólico.
Así fueron cristalizando también jergas que se oponían a las científicas y "políticamente correctas" de la administración. Y ahí tuvieron su cuna esos léxicos y giros con los que empezaron a entenderse entre ellos los amantes de las corridas de toros y los de los bailes y los cantos de los negros, gitanos y gente de características parecidas.
Lo que aquí cristalizaron como aficiones se expandieron entre individuos de las más variadas clases sociales y convivieron con los lenguajes más exquisitos. Los sainetes del gaditano Juan Ignacio González del Castillo, todos anteriores al año 1800, están llenos de ejemplos en los que caballeros de alto copete aprenden lengua germana y los majos, vestidos pulcramente de eso mismo, emplean voces jergales para mantener su cohesión. Y, en la realidad, surgieron personajes capaces de anclarse entre dos mundos, como el refinado canónigo magistral Antonio Cabrera, que era conocido por su amistad con gitanos, flamencos de pro, del barrio de la Tripa.
Así nació la afición, antonomasia de todas las aficiones que derivaron en banderines de enganche a corrientes enfrentadas al siglo de las luces. Y hasta puede que sus léxicos propios sirvieran a los cometidos del espionaje y de la comunicación críptica durante los años de la Guerra de la Independencia y los siguientes. Las convulsiones del siglo XIX y la búsqueda de exotismo que vender a los que llegaban a buscarlo como fuera favorecieron la continuidad de estos lenguajes y su apropiación por buena parte de la sociedad andaluza impidió que se convirtieran en quistes, porque de algo había que vivir y también de la lengua vive el hombre.
Se vivió, pues, de palabras como brocho, guillabaores, mogón, abanto, jambo, afillá, yerbabuena, sardo, zaíno, encalomar, destronque, sandunga... que provenían de sabe Dios dónde o a las que se daba, simplemente, sentido polisémico para establecer la diferencia entre el aficionado y el que no lo era.
La afición o las aficiones no se pararon en esos campos del flamenco o la tauromaquia; se extendieron después por otros, llegaron al de la religiosidad popular, alrededor del arte de disponer, adornar y llevar pasos, tronos y andas con estilo y vocabulario propio; y allí volvió a surgir el idioma particular (llamarse, corriente, costero, encañar, calzar, palermo, trabajadera, morcilla, nagüetas...), lo mismo que continuaría más tarde en todo lo concerniente a romerías y peregrinajes a donde se va con equipaje tan rico en proteínas y vitaminas como en palabras incomprensibles para los no iniciados (raya, ajolí, palacio, sesteo, marlo, volverla, pocito...).
Si a lo largo del ochocientos las librerías se llenaron de diccionarios taurómacos y gitanos, en el novecientos aparecieron los vocabularios cofrades para uso y disfrute de neo-capillitas y ya seguro que alguien estará escribiendo uno que ayude a los que esperan recibir próximamente el bautismo sagrado del Quema.
Será nuestra particular oposición a Bill Gates y su jerga.
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