Frontera entre la risa y el honor
La comedia de intriga y enredo (lo que luego se llamaría vodevil) de Calderón de la Barca se representa ahora como un juego dieciochesco: como si fuera de Marivaux, entre guirnaldas y estatuas desnudas, que son en realidad señoritas pintaditas que respiran y algo se mueven, palpitantes, como cuando en Inglaterra aparecieron los primeros desnudos en el teatro, que estaban obligados por ley a no moverse.Ciertas formas del vestuario, algunas ninfas que corren y saltan armoniosas, pequeñas bromas en algunas escenas, se trazan sobre la conocida tosquedad de Calderón, que nunca fue muy fino, aun cuando fuera profundo y pensador. En lugar del equívoco y la ambigüedad con que se viste la obra y la trazan los jóvenes actores con sus rasgos de escuela, estamos siempre en la frontera del honor y de la muerte, de la necesidad de la mujer de expresar unos setimientos que le están prohibidos, en una angustia española de Siglo de Oro.
"La dama duende", de Calderón de la Barca
Intérpretes: Enrique Simón, Alfonso Lara, Lola Baldrich, Cecilia Solaguren, Pedro Casablanc, Pablo Rivero, Debora Izaguirre, Gonzalo Gonzalo, Sonia Sánchez, Lola Acosta, Cristina Morella y Carmen Tejedera. Música: Javier Alejano. Coreografia: María José Ruiz. Iluminación: Josep So1bes. Escenografía y vestuario: Llorell Corbella. Versión y dirección, José Luis Alonso de Santos. Teatro de la Comedia. Madrid.
Las espadas salen al aire más de una vez: son incruentas, pero son una parte de la razón y del fondo de lo que es un juego que en cualquier momento puede ser trágico: dentro de la broma, su amenaza verdadera está ahí. Ciertos artificios cómicos siguen funcionando, como antes y después de esta comedia.
Sobre todo la risa que le da al espectador saber más que los personajes, adelantarse a lo que va a pasar: el viejo truco del teatro chino -de los movimientos en la oscuridad que no es tal para nosotros, sino sólo para ellos-. Y el resorte del miedo, sobre todo el miedo del criado, del ignorante, que luego en el primer cine americano iba a estar representado por el negro.
Las ocultaciones son esenciales: pienso que si Madrid hubiese sido una ciudad bien iluminada, la comedia hubiera ido por otro camino. La tapada, el embozado; las personas íntimas que no se reconocen porque no se ven, aunque se toquen y se hablen en su estilo peculiar.
En este caso, la desaparición y la trasformación llegan a hacer teóricamente invisible a la dama que busca al galán que la ignora. La habilidad meramente teatral consiste en que nada se le oculta al espectador: no hay sorpresas para nosotros, que vamos viendo la trama a medida que se hace.
José Luis Alonso de Santos, que es de espíritu jocoso, ha dado a esta versión literaria y gestual ese toque afrancesado, y le funciona bien. La dicción del verso es otra cuestión. Hace veinte años se discutía aún la manera de decir este teatro, sus distintas posibilidades y estilos o simplemente maneras: se ha abandonado por imposible, y ni siquiera las voces de hoy, de hombres y mujeres, son adecuadas y van dejando un tonillo, un soniquete agudo poco musical.
Repito que los espectadores -en el estreno de invitados- se rieron donde había que reírse: donde lo esperaba el lejano autor y también donde lo ha marcado el director de hoy.
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