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El exilio histórico cubano.

En 1947, la revista estadounidense Selecciones del Readers Digest publicó un chistoso artículo en el que trataba de definir a los cubanos. "Se le preguntó al Profeta -decía mordazmente el Readers Digest-: 'Maestro, háblenos de los cubanos". Entre otras agudezas, el Profeta respondió: "Los cubanos están ante vosotros, pero no son vuestros. No discutáis nunca con un cubano; él siempre tiene la razón. Los cubanos no necesitan leer; ellos nacen con sabiduría. Tampoco necesitan viajar; ya lo han visto todo. Los cubanos se caracterizan, en privado, por su simpatía e inteligencia; en grupo, por su gritería y apasionamiento. Cada uno de ellos lleva la chispa del genio, y los genios no se llevan bien entre sí. Por lo tanto, reunir a los cubanos es fácil; unirlos, imposible. No les habléis de lógica, pues ésta implica razonamiento y mesura, y los cubanos son hiperbólicos y desmesurados. Cuando discuten jamás dicen: 'No estoy de acuerdo con usted', sino: 'Usted está completamente equivocado'. Los cubanos ofrecen soluciones geniales antes de conocer el problema. De ahí que digan tan a menudo: 'Chico, no hay problemas'. Cuando visité su diminuta isla, me admiró el hecho de que cualquier cubano sabía cómo encauzar a toda América Latina, cómo eliminar el hambre en África y cómo debía comportarse EEUU para que llegase a ser una verdadera potencia mundial. Los cubanos son el pueblo elegido de sí mismos. Así viven ellos en cualquier parte del mundo -concluía el Profeta de Selecciones- y no acaban de entender por qué todo el mundo no habla 'su español".

Lo que no previó el Profeta fue que, doce años después, un grupo cada vez más numeroso de cubanos tomaría posesión de la Florida. El derrocamiento de la revolución cubana se convirtió en una obsesión americana (en realidad, en una necesidad histórica de EE UU) y los exiliados cubanos comenzaron de inmediato a trabajar, a su manera, para lograr ese objetivo. El primer fiasco ocurrió en Bahía de Cochinos. No hay que ser novelista para imaginarse las tremendas dificultades de la CIA para meter en cintura a aquellos cubanos recién transformados en soldados de la libertad, agentes de película e instrumentos de la política norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. Los exiliados lo aprendían todo con la destreza que los caracteriza, pero seguían siendo mujeriegos, ruidosos, indiscretos, ingobernables y, en su condición de genios irreductibles, cada cual tenía su solución privada para liquidar a Fidel Castro. La información pasaba a través de aquellos hombres como si fueran alegres coladores. El que no se jactaba de sus contactos "con la gente importante de Washington" no podía reprimir sus deseos de contarle a todo el mundo los pormenores de las conspiraciones y las conjuras. Antes de la invasión de abril de 1961, a los tenebrosos servicios secretos de Fidel Castro lo único que les faltaba conocer eran la fecha y el lugar exacto de la invasión. Tanto The New York Times como el Miami Herald publicaron detallados reportajes sobre la presencia de futuros expedicionarios en el aeropuerto de Opa Locka, de donde saldrían para los campos de entrenamiento que la CIA había preparado en Guatemala. Desde el comienzo de la lucha contrarrevolucionaria, la causa se presentó en Miami como algo sagrado, una prioridad bendita del alma, una pasión que encarnaba los anhelos (y los intereses) más sublimes de ellos mismos y del país anfitrión. Allí no cabía el razonamiento crítico. La causa se tiñó de gritería, de apasionamiento y de desprecio por la opinión de los demás; y como los genios no se llevan bien entre sí, el exilio histórico se pobló de innumerables fracciones (todas igualmente combativas y declamatorias pero convencidas de su infalibilidad) que se combatían entre sí. Así sigue siendo hoy en día. El exilio se hizo inmune a las inconveniencias de la mesura y el análisis. Criticar ese estado de cosas era (y es) hacerle el juego a Castro. La capital del exilio se convirtió en la capital de la frustración que se expresa chillando. El reino de los alardosos de la causa anticomunista. Ya en 1962, el periodista anticastrista Humberto Medrano se quejaba de "la chillería de la calle Flagler" y de que en Miami se hablaba mucho de unidad, mientras que "de cada diez manifestaciones que se hacen, nueve son en contra de alguien". Y les pedía: "Guarden la guapería para Cuba". En ese ambiente, proliferaron los simuladores y los bocones de la resistencia a larga distancia. Los que como Eloy Gutiérrez Menoyo se hastiaron de los exiliados rimbombantes, que se enriquecían proclamando una guerra por control remoto (en la que el factor decisivo eran siempre los dineros de Washington), se fueron a la isla con las armas en la mano. Muchos murieron en combate o fusilados, o cumplieron crueles condenas. Menoyo, un hombre absolutamente imposible de manipular, y a quien el ejército castrista siempre le tuvo un respeto rayano al miedo pues de verdad actuaba como un conspirador nato, a diferencia de los cabecillas de lengua larga y riesgo chiquito, pasó casi un cuarto de siglo entre las rejas cubanas. No obstante, para el exilio "radical" hoy Menoyo no es lo suficientemente radical.

Miami tiene sus propias reglas inapelables, y es como si lo que persiguieran los grupos de poder fuera mantenerlas a toda costa, en vez de lograr cambios en Cuba. En Miami no basta con ser anticastrista; hay que proclamarlo enfática y públicamente para que te crean. Desde los años sesenta, aparentar el anticastrismo fue más rentable que profesarlo. El anticastrismo de grita y dale proporcionaba una posición social provechosa y eliminaba los riesgos de la lucha en el territorio isleño. Eso sigue igual. Los ejemplos sobran como para llenar un alucinante catálogo de lo real maravilloso. En abril de 1961, el agitador radial Luis Conte, que había realizado una estrepitosa campaña oral para que los jóvenes exiliados se alistaran en las brigadas de asalto, se puso un uniforme de campaña, agarró un rifle y se alzó por unos días en los manglares de los Everglades (una extensa zona cenagosa en el sur de la Florida). Cuando ya la invasión había sido derrotada en Bahía de Cochinos, Conte se presentó con mucho aparato en la televisión de Miami, terriblemente picado por los mosquitos y los cangrejos, contando los pormenores de su gloriosa infiltración de apoyo a los verdaderos expedicionarios, muchos de los cuales cayeron combatiendo dignamente contra los milicianos de Playa Larga o San Blas. Varios días después de sus heroicas comparecencias televisivas, todavía aquel impostor andaba con el mismo uniforme enfangado, dando incansables conferencias de prensa. En 1971, el ex magistrado del Tribunal Supremo de Justicia de Cuba, Alabau Trelles, fundador en Miami del Gobierno Cubano Invasor, apareció en las pantallas herido de bala en un brazo y también con uniforme militar, contando las desventuras de un ataque al pueblo cubano del Guayabal que él había dirigido al frente de sus hombres. Trelles presentó fotos de los incendios, las explosiones y sus soldados desembarcando, hasta que un periodista se dio cuenta de que todo aquello no era más que una batalla fotográfica; los camiones eran de mentirita, Trelles se había herido a sí mismo y había soldados desembarcando en chancletas y con escopeticas de juguete. A Trelles le pusieron "Don Quijote del Guayabal". Por esa época apareció en la televisión miamense El encapuchado, un hombre misterioso que aseguraba que su organización se había infiltrado "en las altas esferas del régimen cubano" y que, por lo tanto, necesitaba recaudar fondos para la lucha. Este asunto de los dineros fraudulentamente recaudados en el seno del exilio más abnegado y pobre acarreó muchas muertes violentas en Miami. Pero las organizaciones anticastristas proliferaron y cada una parecía surgir con un nombre más imaginativo que las demás: La guerra por los caminos del mundo, Los Centinelas de la Libertad, El Comité contra la Coexistencia, El Poder Cubano Secreto. Ya había una tradición en ese sentido: durante la guerra contra el poder colonial español, las conspiraciones cubanas se llamaban De los Soles y Rayos de Bolívar, de La Escalera, de La Vuelta de Abajo, La Junta Suprema Secreta, etcétera.

Creo que lo más peligroso para una reconciliación futura del exilio histórico con el pueblo hermano de Cuba es la nefasta conciencia de impunidad que poco a poco se fue arraigando en el exilio, sobre todo en los sectores extremistas de Miami. El apoyo muchas veces descabellado y ciego de la CIA, y en general del Gobierno Federal a los exiliados cubanos, diferenciándolos favorablemente del resto de los inmigrantes en aras de reforzar la guerra propagandística contra la revolución, exacerbó ese convencimiento cubano de ser "el pueblo elegido de sí mismos". Después de 1959, los que nos fuimos de Cuba éramos, además, los elegidos del país más poderoso del planeta. Sentimos que nos lo merecíamos todo y que para nosotros todo es válido: actuar en contra de las leyes e incluso de la lógica y la decencia, con tal de infligirle alguna que otra derrota al Gobierno de Cuba. Es comprensible la ira y la confusión de los exiliados ante el proceder de las autoridades estadounidenses en el caso del infeliz niño balsero Elián González: ¿por qué no nos dejan actuar como nos dé la gana? ¿A santo de qué no se hacen los de la vista gorda cuando nos ponemos al margen de la ley (tal y como lo han hecho tantas veces en el curso de estos tristes cuarenta años), si impidiendo que el muchachito vuelva a Cuba le damos un bofetón a Fidel Castro? Todas las payasadas, o las aberraciones políticas que terminaron minando al exilio cubano, se han desarrollado siempre sobre un trasfondo de sufrimiento humano sin cuento: el duro batallar por la vida de la gran mayoría silenciosa de exiliados modestos, que no ansían otra cosa que una normalización de las relaciones entre Cuba y EE UU y entre las fracciones que envenenan al pueblo cubano. Ahora le ha tocado ser protagonista de la tragedia a una pobre familia desarbolada.

El Profeta del Readers Digest no sabía que somos nietos del Lazarillo, del Entierro de la Sardina, del espíritu de los bailes desaforados del Día de los Reyes Magos, cuando los negros salían de su humillación para adueñarse de las calles, y también del sentimiento tragicómico de la vida. Tampoco sabía que llevamos en las venas unas gotas fatídicas de la sangre fratricida española, que tantas veces hundió a la Madre Patria en un abismo de infamia y sangre. Pero sí tuvo la perspicacia de anotar el Readers Digest: "Los cubanos beben la amargura y la alegría en la misma copa". Es la que tendremos que apurar en la isla un día.

René Vázquez Díaz es escritor cubano, autor de la novela histórica Fredrika en el paraíso, de próxima aparición en Monte Ávila Editores.

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