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Tribuna:DEBATE DE INVESTIDURA
Tribuna
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El hombre comedido

Antonio Muñoz Molina

José María Aznar termina de leer un folio y lo deposita cuidadosamente a un lado antes de empezar la lectura del siguiente. En cada folio hay un solo párrafo: el gesto de ponerlo sobre los ya leídos es siempre exactamente el mismo, y el discurso avanza durante una hora a un ritmo invariable, sea cual sea el tema sobre el que está disertando el candidato a presidente, tan comedido en sus expresiones de satisfacción como en las de firmeza, y hasta en las de desafío.El tono de voz de José María Aznar es tan monótono como toda su presencia, pero esa monotonía es tan perfecta que acaba siendo subyugadora. Vi por primera vez de cerca a este hombre hace ya unos cuantos años, cuando aún estaba lejos del poder, y ya daba esa misma impresión, como de monotonía invencible, de un fondo de seguridad que descartaba el desaliento y le acorazaba contra el posible ridículo.

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Tenía la misma cara y la misma expresión cuando ganó las elecciones en 1996, pero entonces esa actitud parecía la única posible, una poquedad equivalente a la modesta escala de su triunfo, al que nadie le daba mucho porvenir. Cómo va a ir por el mundo alguien con esa pinta, decían, decíamos, con ese corte de pelo a la última moda de provincias de los años setenta, con ese porte articulado y esos trajes que acentúan su tendencia a la miniatura, los ojos pequeños, las manos pequeñas, el bigote recortado, el peinado a raya de colegial antiguo. Estábamos acostumbrados a dirigentes más barrocos y tempestuosos, con una propensión a la desmesura, a la abierta soberbia, a una gestualidad casi de caudillos civiles suramericanos. Extrañaba de Aznar que no tuviera ninguna gracia, y todavía no era perceptible que justamente eso lo volvía singular.

La última vez que lo vi frente a una figura de gran carácter fue en el debate sobre el estado de la nación de hace dos años: Aznar, tan comedido, tan en su sitio, con su paquete de folios cada uno con un solo párrafo, su corbata lisa y su traje azul marino, parecía que iba a ser vencido y deslumbrado por la fugaz estrella socialista de entonces, José Borrell, que subió al estrado con ademanes de tribuno, investido por todas las esperanzas más bien atolondradas de una parte de la izquierda, y de una parte seguramente más reducida de su propio partido. Estuve ese día en la Cámara, y el ambiente era de celebración anticipada de la victoria de la brillantez intelectual de Borrell sobre la mediocridad del presidente. Un amigo, periodista ilustrado y con mucha experiencia, me dijo esa tarde, con más satisfacción que clarividencia: "Borrell lo ha machacado".

Y tanto: así está ahora Borrell, y con él su partido, y así sigue el hombre comedido que no parecía un rival de categoría para nadie, que no iba a gobernar ni un año, que no iba a tener el respeto de nadie en Europa, que se moría de miedo cuando se firmó el pacto de izquierdas: un don nadie, más irrisorio que su caricatura en el reparto de muñecos del guiñol político. Lo he visto subir a la tribuna con la misma cara que tenía la primera vez que lo vi, la que mantuvo hace dos años frene a las invectivas fogosas de José Borrell.

La diferencia es que ahora ha ganado las elecciones por mayoría absoluta, pero sería muy difícil averiguar esa tremenda novedad mirando la expresión de su cara, escuchando su voz comedida, nasal, monótona, que parece tan poco propicia para expresar el entusiasmo como para transmitirlo, pues no tiene el timbre sonoro de las grandes voces mitineras. Tal vez por eso, escuchando su discurso, cada párrafo comedidamente mecanografiado en cada folio, se me borra la diferencia entre aquello con lo que estoy de acuerdo y lo que no me gusta nada. Rígido, más bien articulado, los ojos neutros y pequeños muy retirados tras el arco de las cejas, José María Aznar tiene un repertorio de movimientos tan limitado como el de los dibujos animados japoneses, y apenas mueve los labios mientras habla.

Me gusta escuchar su defensa rotunda de la Constitución, me dan pánico las cosas que dice o sugiere sobre la sanidad, y no observo mucha convicción en su celo por la defensa del medio ambiente o por esos dos grandes proyectos nacionales que deberían ser la administración y el reparto nacional de las aguas y el fomento de los bosques, es decir, los remedios urgentes contra el terrible avance del desierto.

Luego veo desfilar a sus adversarios y empiezo a comprender parte del misterio de Aznar, de su éxito. La transición, los años socialistas, fueron la época de los liderazgos exacerbados, de las figuras desmedidas o chirriantes, propensas por igual al arrebato que al escándalo. Casi todas esas figuras se han ido de la política, o al menos de su primer plano, salvo el pendenciero ayatolá del norte. Ahora ha llegado un tiempo de presencias menos llamativas, lo cual sin duda tiene sus ventajas, aunque a veces a uno lo desaliente el vuelo tan bajo de los debates y las iniciativas, de las actitudes, del lenguaje. Es en ese terreno en el que José María Aznar ha alcanzado la perfección: por mucho que lo intente, ninguno de sus adversarios consigue aproximársele en su comedimiento impasible, en su dominio aplastante de la monotonía.

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