Un buen discurso
Ha sido un buen discurso el de Aznar. Una hora justa de discurso. Al calificarlo de "bueno", no estoy afirmando sólo que contuviera buenas cosas. Estoy diciendo algo más general, algo con lo que pueden estar incluso de acuerdo quienes discrepen de las medidas propuestas por el presidente. Éste midió con pulso seguro los tiempos, puso el acento donde quería y supo combinar la astucia con la firmeza. La obertura fue intencionadamente intensa: se refirió, en solitario, al caso vasco, luego de una breve introducción preliminar en la que había resumido el proceso de consolidación democrática de España, sin incurrir en triunfalismos partidistas. Conviene recordar que Aznar se presentaba con el apoyo de los nacionalistas catalanes y canarios. Por tanto, que estaba hablando en un tono institucionalmente plural y que en el concierto polifónico sólo se echaba en falta un timbre: el del PNV. Conviene recordar, igualmente, que el domingo pasado Arzalluz, en el día menos feliz de su vida, había equiparado la inmigración a un arma biológica empleada por Franco contra los suyos. En este escenario resaltaba, favorabilísimamente, la reivindicación constitucional de España. Resaltaba, literalmente, por falta de alternativas tolerables, que es la manera más rotunda de resaltar. A retropelo, pudimos comprobar que Aznar, al instalarse en mitad de la Constitución durante los meses anteriores, había tenido un acierto estratégico de primera magnitud. Al reiterar esa posición, se tomaba ahora un desquite que ha debido de saberle a muy dulce tras la mayoría absoluta.Luego de esta entrada fuerte, el discurso adquirió un perfil cuya forma exacta sólo pudo empezar a apreciarse a mitad de camino. El primer tramo estuvo dominado por la idea de consenso y diálogo. Esta insistencia obligaba necesariamente a difuminar las líneas. La conveniencia de reformar la justicia, el deseo de devolver al Parlamento su centralidad, etcétera, etcétera, se expusieron con la vaguedad que exigía el caso. No podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que el asunto iba, precisamente, de consenso. No cabe hablar de consenso y adelantar las medidas que todavía no se han consensuado. Pero, de pronto, el discurso sufrió una inflexión.
Lo hizo en el momento en que se llegaba a la parte económica. Entonces, Aznar descendió a concreciones. O, si quieren, dejó claro que también iba a mandar. Este cambio pudo salir mal, en términos retóricos al menos. De la colaboración entre iguales al ejercicio de la mayoría absoluta media un trecho grande y no habría sido raro que, en la pirueta, Aznar hubiese descompuesto la figura. Sin embargo, estuvo hábil, en dos sentidos distintos. La primera habilidad consistió en desplegar planes de acción poco objetables. Consideren, por ejemplo, la asignatura de la financiación autonómica.
Nadie discute seriamente que es irregular que las autonomías puedan acumular deuda, pero carezcan de instrumentos fiscales para hacer frente a sus gastos. El federalismo fiscal es una consecuencia lógica de la descentralización autonómica y Aznar enfiló esa dirección seguro de que no podrían trabarle por los pies.
La segunda astucia estuvo en eludir la comparación directa con los socialistas. Aznar prefirió compararse con Franco o decir cosas que remitían a las políticas económicas de la España pretérita, la franquista incluida. Las bondades de una política presupuestaria equilibrada -y aquí el dardo sí apuntaba a los socialistas- se combinaron con una defensa de las políticas antiinflacionistas -y entonces era natural pensar en Franco-. En conjunto, logró hurtar el bulto a las peleas domésticas, convirtiendo el consenso en un apoyo a la línea de acción de su futuro Gobierno.
Después vinieron precisiones mayores, las cuales, por definición, son siempre más polémicas. Teniendo en cuenta, sin embargo, cómo había transcurrido el discurso, estas polémicas sólo podían ser polémicas a pie de página. Habló de romper el monopolio del gas, anunció la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología, aludió a lo que será una futura Ley de Humanidades, anticipó que se flexibilizará el mercado de trabajo y se reducirá la presión fiscal. Estos proyectos pueden gustarnos más o menos, pero estuvo bien elegido el momento de hacerlos expresos. Tras el éxito de las prudentes medidas liberalizadoras del ejercicio pasado, se hace cuesta arriba impugnar que se aplique algo más de lo mismo; y, luego del crecimiento del empleo, resulta incómodo resistirse a más dosis de la misma política durante los años subsiguientes.
El desafío del PP no está, ahora, en saber lo que quiere hacer. Ayer quedó bastante claro que sabe lo que quiere hacer. El desafío está en no perder la cabeza. Las mayorías absolutas tuercen todos los caminos hacia abajo y, además, los engrasan. A veces, la trocha se convierte en un tobogán y entonces no se sabe ya parar. Aznar y su equipo han demostrado que saben aguantar los momentos duros. La asignatura, de aquí en adelante, será justo la inversa: poner de manifiesto que se sabe aguantar los tiempos blandos. Los españoles le han prestado a Aznar un fórmula uno: su reto es conducirlo con tiento y sin emborracharse de velocidad.
Álvaro Delgado-Gal es escritor y director de la revista Libros.
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