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La lengua incómoda JOAN B. CULLA I CLARÀ

El escritor Ignacio Agustí, que tenía buenas razones para saberlo, resumió eufemísticamente en unas líneas de sus memorias, Ganas de hablar, cuál fue, una vez disipada la furia victoriosa de la posguerra, la actitud global del régimen franquista ante la realidad diferenciada de Cataluña: "Una disposición a dar largas a los años para que, al cabo del tiempo histórico, precisamente por los crecimientos de población y las migraciones, nos halláramos en un país que había dejado de hablar el catalán". La dictadura no lo consiguió, o por lo menos no del todo, pero varias décadas después tal parece que haya quien lo lamente; casi se diría que algunos sectores de nuestra sociedad deploran que el Generalísimo no completara su trabajo y nos librase de una vez por todas de ese estorbo lingüístico empequeñecedor y provinciano. Como los tiempos cambian, hoy no se combate el catalán en nombre del Imperio ni de una españolidad inflamada; hoy se le desdeña en nombre de la eficiencia, de la competitividad y del cosmopolitismo. Si los argumentos han cambiado, el objetivo permanece.Así, es cada vez más común hallar en los medios de comunicación reflexiones plañideras que imputan a la modesta política de fomento del catalán realizada a partir de 1980 todos los males, reales o supuestos, de nuestras industrias culturales: que Madrid gane peso como centro editorial en detrimento de Barcelona, que ésta ya no sea un foco de producción cinematográfica, que ninguna televisión privada de ámbito estatal tenga aquí su sede... ¿Que tal vez la centralidad política de un Madrid liberado de la rémora dictatorial, y las apuestas de un Estado rico como no lo fue nunca el franquista, y la natural tendencia de los negocios a buscar la proximidad del poder -del verdadero poder- hayan contribuido a todo ello? ¡Monsergas! La culpa es del catalán; de la lengua y, ni que decir tiene, del nacionalismo.

Para redondear tales tesis, ciertos nostálgicos de una muy determinada Barcelona de los años sesenta y setenta sostienen que, antes del nefasto advenimiento del pujolismo, este país tenía dos lenguas conviviendo en arcádica hermandad. Y las tenía, en efecto. Sólo que una de ellas, la catalana, se hallaba desterrada de la vida pública, política e institucional, ausente de la enseñanza oficial, penalizada y marginalizada en los medios de comunicación, vigilada y acosada en la esfera editorial. ¿Es ésa la situación que algunos añoran? Cuando ensalzan un bilingüismo supuestamente amenazado, ¿se refieren a aquel bilingüismo, al de los días dorados de la gauche divine? Convendría que nos lo aclarasen, más que nada para saber de qué estamos hablando.

En las últimas fechas, dos asuntos concretos han venido a alimentar esa presentación del catalán como un obstáculo, como una piedra en el zapato que incomoda y perturba la marcha de Cataluña hacia mayores cotas de progreso material y de modernidad. Me refiero al informe presentado por el Círculo de Economía bajo el título Paradojas del empleo, y al debate alrededor del distrito único universitario.

Por lo que se refiere al documento de la entidad empresarial, casi simultáneo -por cierto- a los comentarios de su ex presidente, el hoy ministro Josep Piqué, sobre la conveniencia de reformar a la baja la legislación lingüística de Cataluña, tanto Comisiones Obreras como UGT han rechazado ya con contundencia y autoridad que la lengua catalana sea un freno relevante a la movilidad laboral y una barrera a la captación de mano de obra del resto de España. Lo es muchísimo más, según todos los indicios, la carestía de la vivienda. Pero -y ésta sí es una buena paradoja- el Círculo de Economía encuentra más barato erosionar la posición del catalán que cuestionar la situación del mercado inmobiliario. Peor todavía: aun reconociendo que la percepción de la lengua autóctona como un inconveniente laboral es algo "más psicológico que real", el Círculo alimenta esos prejuicios dando pie a titulares alarmistas, en vez de proyectar sobre la opinión pública no catalana mensajes pedagógicos y clarificadores.

En cuanto al distrito único y a las reticencias que suscita, no se trata -como afirman la demagogia y la intoxicación- de defender la endogamia y el aislamiento liliputiense de las universidades catalanas, de rechazar a estudiantes o docentes del resto del Estado y de Europa. Se trata sólo de preservar la recatada posición que el catalán ocupa hoy en las aulas, las tesis, los tribunales, la actividad académica formal: seguramente, no más allá del 40%, repartido de modo muy desigual según los centros. ¿Estudiantes de fuera? Bienvenidos sean si llegan informados del statu quo en la facultad que les interesa y están dispuestos a adaptarse a él, como lo estarían si un programa Erasmus los llevase a Padua, a Amberes o a Lisboa. Lo inadmisible sería que el distrito único sirviera de pretexto para una serie de pleitos lingüísticos que, debidamente jaleados, diesen al traste con la presencia ni siquiera paritaria de la lengua catalana en la enseñanza superior.

Para concluir, opino que, en este como en tantos otros ámbitos, el modelo está en Europa. El día en que los noruegos, los daneses, los suecos, los fineses, los eslovacos, los lituanos y tantos otros pueblos europeos concluyan que sus lenguas respectivas son factores de aislamiento y lastres para el desarrollo material y moral, y en consecuencia renuncien a ellas y se pasen en bloque al inglés o al alemán, ese mismo día los catalanes deberíamos matar nuestro pequeño idioma y abdicar de este bilingüismo que tan complicado resulta. A fecha de hoy, sin embargo, no se observan indicios.

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