Dismórficos, según mi amigo
IMANOL ZUBERO
Mi amigo es de los que siempre ha creído a pies juntillas en las virtudes del pluralismo. Cuando mejor hemos vivido en este país, suele decir, es cuando nacionalistas y no nacionalistas eran capaces de llegar a acuerdos para gobernar en ayuntamientos, diputaciones y Gobierno vasco. Por eso no entiende que la actual realidad de gobiernos no nacionalistas en Álava y la posibilidad de un futuro gobierno sin nacionalistas en Euskadi sea recibida con tanto alborozo. Si el estrechamiento del espacio político es malo, lo será siempre, también cuando las fuerzas políticas que quedan fuera son las nacionalistas. ¿O es que las hegemonías políticas eran malas no por ser hegemonías, sino por ser nacionalistas? Mi amigo dice que a este paso vamos a tener que acabar dudando de aquel publicitado lema del "vascos sí, ETA no". ¿A qué vascos se referían? ¿hay vascos buenos y vascos malos?, ¿quién era el vasco al que se decía sí? Y empieza a ponerse nervioso.
Mi amigo siempre ha creído que resulta peligroso que todo el peso se cargue sobre uno sólo de los costados del barco, da lo mismo que sea el de babor o el de estribor. Que lo del ying y el yang taoísta no deja de ser una intuición que conviene tener presente, pues nos recuerda la existencia de equilibrios no siempre bien conocidos, pero fundamentales para el buen desarrollo de las cosas. Mi amigo está preocupado, pues dice que los desvaríos de los constitucionalistas más conspicuos (cruzados inflamados por el espíritu de Ermua) están haciéndole añorar lo que de bueno ha tenido y tiene el nacionalismo vasco democrático, algo de lo que se creía definitivamente a salvo a fuerza de sufrir los desvaríos políticos de los nacionalistas más conspicuos (hamlets agobiados por la duda del ser o no ser para decidir).
Como podrán comprobar, mi amigo es un inútil para la política. Es uno de esos tipos en los que probablemente pensaba Georges Brassens cuando compuso La mauvaise réputation; ya saben, esa canción que Paco Ibáñez dio a conocer en castellano y cuyo estribillo decía así: "En mi pueblo, sin pretensión, tengo mala reputación; haga lo que haga es igual, todos lo consideran mal". Y es que mi amigo es de los que dicen cosas como esta: ahora que han ganado los míos, yo ya no sé si soy de los nuestros. En el fondo es un segurola: suele decir que las sociedades son como globos, que si aprietas mucho por un lado crece el otro, sí, pero que si aprietas mucho el globo acaba explotando.
Hace un mes podíamos leer en este diario una noticia sorprendente. El comité de ética de un hospital público escocés estaba investigando dos operaciones realizadas por uno de sus médicos a dos pacientes aquejados de una obsesión psíquica denominada dismorfia corporal. Esta extraña enfermedad provoca una percepción distorsionada de la propia imagen, haciendo creer a los afectados que sufren severas deformidades físicas que les impiden llevar una vida normal. Hasta tal punto es así que algunos de ellos caen en la depresión e incluso manifiestan tendencias suicidas. En el caso que nos ocupa, el referido médico decidió amputar a ambos pacientes sendas piernas sanas, pero que ellos percibían monstruosamente anormales, al considerar que esta era la manera de evitar su suicidio.
He recordado esta historia después de hablar con mi amigo y de escuchar sus preocupaciones. ¿Está la sociedad vasca afectada de dismorfia? Todo indica que siempre hemos percibido una de nuestras piernas como una excrecencia monstruosa. Para unos es la pierna nacionalista, siempre presta para saltar del paso al trote, dispuesta a acelerar la marcha. Para otros es la pierna estatutista, aquella que nos sostiene y nos permite mantener el equilibrio sobre el terreno más resbaladizo. La tentación puede ser buscar un cirujano que nos solucione el problema.
Pero que nadie se equivoque: nuestro suicidio sería cortarnos una de las piernas. Sea cual sea.
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