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El Oscar

Como todos ustedes saben y saben ya hasta los mamoncillos, Pedro Almodóvar ha ganado el Oscar. Todos ustedes habrán visto más y oído más de una vez y de dos y de tres y de cinco y de diez, como mínimo, a Penélope Cruz saltando y gritando ante el sobre mágico: "¡Pedrooooo!". El apellido es para los jefes, como decía el poeta, de modo que fraternalmente sólo cabía vocear ¡Pedrooooo! y sólo ¡Pedrooooo! Pobrecitos Garci y Trueba que únicamente ganaron el Oscar.El gritito de Cruz, el gritazo de Cruz, fue lo que más me impresionó de la noche americana. Porque era un símbolo de la furia nacional, la del "A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo", de Belauste, cuando Amberes y la medalla; pero era también un grito posmoderno, sans façon, desenvuelto, sin prejuicios, la cosa racial ante el frío público anglosajón, que "aquí somos otra gente". Verdad es que también la Loren prorrumpió el año pasado en un estentóreo "¡Roberto!" y que el tal Roberto hizo el payaso cuanto pudo saltando sobre las butacas y gesticulando con máscara circense, debe de ser la latinidad; pero el grito gritazo de Cruz, su aullido aleonado y violinesco, quebró todas las imaginaciones. Porque era, fue, es, un grito agudo, ventral, epigástrico, que brotaba de las raíces del alma, de la parte animal del alma, que diría el escolástico. Cruz gritó con grito celtibético y de patio de vecindad y Meryl Streep abrió sus labios en una amplia sonrisa compasiva, con gesto omnisciente y perdonador, que excusaba, por la emoción del momento, el alirón pardillo de la muchachita de Madrid, tan tierna y tan fresca.

El lector se equivocaría si pensara que estoy dando a entender que el Oscar de Almódovar me parece injusto. Todo lo contrario: aunque su mundo nos resulte a veces poco universal, Almodóvar es sin duda uno de los grandes estilistas del cine español, un maestro de la sintaxis cinematográfica, un narrador excepcionalmente dotado. Su Mujeres al borde... era ya acreedora al Oscar que ahora ha alcanzado.

Pero el tinglado que se ha organizado -es un decir- en torno a la concesión de la estatuilla no sólo recordaba la olimpiada de Amberes, sino aquellos tiempos en que la victoria europea del Real Madrid era la victoria de España, que de aislamiento nada, que nosotros con los pies lográbamos lo que otros con la cabeza; aquellos tiempos cuando el gol de Zarra en Maracaná que abatió a la pérfida Albión y disolvió el hielo de la conjura internacional; o de cuando aquel testarazo de Marcelino que acabó con la escuadra roja por excelencia -la URSS- y convirtió en agüilla de mayo la Internacional que el innombrable había tenido que escuchar a pie firme antes del partido, o, en fin, de cuando aquel triunfo de Massiel en Eurovisión con su La, la, la, que representaba un poco el fin de las ideologías o, al menos, el fin del lenguaje articulado. Serrat hizo bien en negarse a cantar el La, la, la, porque en catalán hubiera sido tan estúpido hacerlo como en castellano. Se interpretó su rehusamiento como gesto antifranquista; uno cree que era sólo buen gusto.

Se comprende que el homenajeado, y gritado, haya decidido olvidarse ya de la estatuilla, aunque es verdad que él mismo ha sido un poco aprendiz de brujo. Pero dejemos descansar al triunfador y sigamos viendo buen cine español, que por fortuna no falta y cuya cotidiana brillantez es el mejor premio que nos ha tocado recibir en estos años aurorales para nuestros cineastas y nuestros actores.

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