"Quería estar solo, que mis padres no me buscaran", confiesa a la policía el acusado del crimen de Murcia
Se acostó temprano y vestido, su sable de samurai acariciándole el pantalón del chándal, oculto bajo las sábanas. No durmió apenas. Hacía una semana que J. R. P., de 16 años, mal estudiante y aprendiz de soldador, había decidido quedarse solo en el mundo, vivir una nueva vida, disfrutar de libertad para viajar a Barcelona y conocer a Sonia, una muchacha de su misma edad de quien se había encandilado en sus charlas nocturnas por Internet. Así, tranquilamente, sin aspavientos, un detalle detrás de otro, se lo fue contando a la policía la noche del martes, en una habitación de la comisaría de Murcia. Su casa no estaba muy lejos de allí, un segundo piso sin ascensor del barrio obrero de Santiago el Mayor, donde al amanecer del sábado -entre las seis y media y la siete-, J. R. P. dio muerte sucesivamente, a golpes de sable y machete, a su padre, su madre y su hermana pequeña, una niña rubia de 11 años, afectada por el síndrome de Down. "¿Y por qué lo hiciste?", le preguntaron una y otra vez los policías, intrigados por si detrás del crimen se escondía algún extraño juego de rol, tal vez un rito satánico: "Quería vivir una experiencia distinta. Estar solo. Que mis padres no me buscaran". Los agentes insistieron: "Y a tu hermana, ¿por qué mataste a tu hermana?". La respuesta empezó por otra pregunta: "¿Y qué iba a hacer ella sola en el mundo...? La maté para que no sufriera".J. R.P -según su propio relato ante la policía- se levantó a eso de las cuatro de la madrugada. La casa estaba en silencio. Sólo se oían los ronquidos de su padre en la habitación de al lado. Decidió actuar, pero de pronto creyó percibir algo -un ruido desde el exterior, un gesto de su padre entre sueños- que lo hizo desistir. Volvió a la cama. Dos horas después lo intentó de nuevo. Ahora sí. Su padre, Rafael R., de 51 años, camionero de profesión, dormía de lado, dándole la espalda. Se situó junto a su almohada, levantó la espada de samurai y la dejó caer con fuerza.
"¡Auxilio, auxilio!"
El informe del forense coincide con el relato del joven. Habla de un reguero de sangre, de un golpe detrás de otro hasta 16 o 17, de que el padre intentó defenderse, de que alcanzó a levantar las manos, de que el sable le amputó varios dedos. Luego, J. R. P fue a la otra habitación, donde su madre, Mercedes P., de 54 años, descansaba junto a su hermana. El ruido ya la había despertado y ahora esperaba la muerte sentada sobre la cama. Mercedes vio aparecer a su hijo ensangrentado, esgrimiendo la espada. "¡Auxilio, Rafael, auxilio!", intentó llamar a su marido. El primer golpe la dejó sin sentido. El informe del forense deja bien claro que muchos de los sablazos fueron inútiles, que Mercedes y Rafael murieron mucho antes de que su hijo dejara de blandir su espada. La misma que su padre le había regalado unos meses antes. La tercera en morir fue su hermana. "Para que no sufriera".
A J. R.P le sobrevino entonces una duda. "Me dijo", asegura uno de los agentes que lo interrogaron, "que hubo un momento de la noche, entre la habitación de su padre y la de su madre, entre la muerte de uno y de otro, que creyó estar viviendo un sueño". El menor se repuso inmediatamente. Decidió seguir ejecutando su plan.
La policía, al descubrir los cadáveres la tarde del sábado, temió que la casa hubiera sido escenario de un extraño crimen ritual. Sangre por toda la casa, cuerpos destrozados y dos detalles inquietantes. El cadáver de la pequeña se encontraba dentro de la bañera. Y la cabeza del padre, embutida en una bolsa de plástico. ¿Qué quería decir todo aquello?
Ni obra de una secta, ni producto de las drogas, ni apelación desesperada a Satán. El joven le contó a la policía que su único plan era huir, dejar atrás su mundo anterior. No quería, por tanto, que el olor de los cadáveres alertara a los vecinos, y éstos, a la policía. Así que decidió meter a su familia en la bañera, llenarla de agua y que así el olor tardara más en expandirse. Cogió el cadáver de su hermana y lo metió allí. Luego fue a por su padre. Le introdujo la destrozada cabeza en una bolsa y lo arrastró por la casa hasta el cuarto de baño, procurando no dejar un reguero de sangre. Intentó colocarlo junto a su hermana. No tuvo fuerzas y desistió. Por eso dejó el cadáver de su madre en la cama. Sin ninguna bolsa en la cabeza.
El machete oculto
Hay todavía otro detalle que despistó a la policía en un principio. Según el forense, se habían utilizado dos armas. ¿Dos asesinos? La explicación también la ofreció el propio menor. Hubo un momento en que creyó que la espada de samurai se había roto. Decidió rematar su ataque con un machete que tenía escondido en el armario.
La ropa del joven estaba ensangrentada, igual que la casa. Decidió cambiarse, pero no se mudó ni de camiseta ni de calzoncillos. No había tiempo que perder. Rebuscó por la casa y sólo encontró 15.000 pesetas. Así, ensangrentado por dentro pero limpio por fuera, con su teléfono móvil y sin las llaves de casa -"no pensaba volver nunca"- salió a la calle. Acababa de amanecer. Se echó a andar en dirección al centro de Murcia.
Caminó hasta que calculó que Sonia, su amiga de Barcelona, se había despertado. La llamó una y otra vez. Hasta una docena de veces. Hablaron tanto que casi consumió las 6.000 pesetas que aún le quedaban en su tarjeta de Movistar. Dejó de hablar al salir de la ciudad. Se puso a hacer autoestop. Quería ir a Alicante y no tardó mucho en conseguirlo. No es difícil auxiliar a un chico con tan buena pinta. Primero lo cogió un vendedor de coches que lo llevó hasta Orihuela. Otro tramo lo hizo con un camionero italiano. Y, finalmente, una mujer joven lo dejó a las puertas de Alicante, junto a la circunvalación.
Ya era mediodía del sábado y aún tenía que llegar a la estación de tren, comprar un billete hasta Barcelona y partir luego hacia Terrassa, la ciudad de Sonia. Nadie sabía todavía que era un fugitivo. Vio a un chaval de su edad jugando con un palo junto a un árbol. Decidió preguntarle por dónde se iba a la estación. Se cayeron bien. El fugitivo le contó que tenía problemas, que había matado a un hombre. El otro lo consoló. Le dijo que a él tampoco le sonreía la vida. Que su padre estaba en la cárcel, y su madre, en un manicomio.
Decidieron seguir la aventura juntos.
Miedo se escribe al revés
P. O Murcia
Había dos horas sagradas en la vida del acusado. Las seis y media de la tarde y las diez de la noche. Eran sus citas diarias desde hacía un mes con Sonia. Se habían conocido a través de Internet y desde entonces departían o chateaban -en el argot de la red- como antiguamente lo hacían los enamorados a través de una reja. Se fueron gustando el uno al otro. Él, encerrado en su habitación, le contaba a ella que sabía de artes marciales, de juegos de rol, de vídeoconsolas, de filosofía budista.
La policía, después de interrogarle a conciencia, cree que iba de farol. Sólo intentaba conquistarla. Quizá también por eso eligió un intrigante nickname, un sobrenombre para navegar por la red. Él era Odeim, o el mismísimo Miedo escrito al revés.
Una sensación, sin embargo, que no apreciaron en él los policías que lo detuvieron en la estación de Alicante. Fue el lunes por la mañana, justo dos días después del crimen. De 48 horas de huida junto a su nuevo amigo O. J. S. y en permanente contacto telefónico con Sonia. J. R. P. incluso llegó a contarle lo que había hecho, pero su amiga no se lo creyó del todo. Pero tampoco, por si acaso, quiso colaborar demasiado con la policía.
Los agentes de la Jefatura Superior de Murcia descubrieron pronto las intenciones de J. R. P. Fue justo después de encontrar los cadáveres de su familia. Al bucear en su ordenador -un potente Pentium III a 450 MHz-, encontraron el teléfono de Sonia con el prefijo de Barcelona. Un agente se acercó a su casa y alertó a la madre: "Es posible que su hija esté en contacto con un muchacho de Murcia sospechoso de haber cometido un triple crimen. Es necesario que colabore con nosotros".
La policía estaba en lo cierto. Desde algún lugar del sureste -todavía Murcia o quizá Alicante-, él había estado en contacto con ella, planeando la visita por teléfono. J. R. P. y O. J. S. llegaron a vender el móvil por 1.000 pesetas a un inmigrante de Kenia y mendigar en una iglesia para conseguir dinero y seguir con las conferencias. Todo lo que les sobró de los billetes de tren -6.000 pesetas por cabeza- lo cambiaron en monedas de 20 duros. El fugitivo hablaba continuamente con su novia internauta. Y su compañero con Desiré, una amiga de Sonia.
Todo estaba previsto para el viaje. Incluso O. J. S. quemó junto a su chabola de Alicante la camiseta ensangrentada del supuesto homicida. Pero llegó la policía.
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