La verdad, un supuesto de trabajo ARCADI ESPADA
Empezaré por una pequeña historia. Es realmente desafortunado que tenga un cierto carácter personal. El 30 de enero de este año, EL PAÍS publicó un avance de mi libro Raval. Se trataba de sus 10 o 12 primeras páginas, donde se describía la mentira fundacional del caso de la falsa red de pederastia, a partir del titular que en la primavera de 1997 apareció en los periódicos de Barcelona:Una pareja alquilaba a su hijo de 10 años a un pederasta por 30.000 pesetas el fin de semana
El 31 de enero, un día después del avance y como para leerme la cartilla, un diario de Barcelona titulaba a varias columnas:
Una mujer "alquiló" una niña de dos años a un pederasta
por una dosis de droga
A punto estuvo el cuerno del croissant de salírseme por la sien. Pero cuando me repuse, no se me escapó la mejora: entre 1997 y el 2000 habíamos ganado unas comillas. Por lo demás, uno y otro titular eran igualmente falsos. Poner en evidencia la falsedad del primero me costó casi tres años. La veracidad del segundo apenas duró dos meses; este lunes 27 de marzo, el mismo diario publicaba con timidez explicable:
Procesan por agresión sexual
a la canguro de la niña
de 2 años violada en Barcelona
Es decir, ni había alquiler ni había pederasta.
Anteayer, todos los diarios de la ciudad publicaron la noticia de que una joven había quedado tetrapléjica después del ataque de una banda de skins. Veinticuatro horas parecen haber bastado para que la noticia se demuestre falsa. No hay duda de que debemos felicitarnos. ¡Mejoramos, sí!
Las tres noticias que refiero tienen la misma fuente: la Jefatura de Polícia de Barcelona, dirigida por Francisco Arrébola. Llegaron a los medios a través del mismo método: conversaciones confidenciales entre periodistas y portavoces de la policía. Fueron narradas a partir del mismo pacto: explícalo, pero no me cites. Se publicaron sin que los periodistas tuvieran referencias directas de protagonistas claves de la historia: pederastas o skins, niños o la joven tetrapléjica. Las tres responsabilizan de los delitos a grupos que provocan una repugnancia social unánime: pederastas o skins, y con los que, en consecuencia, no ve d'un pam.
Lo peor, sin embargo, de esas tres falsas noticias es la desmoralización que expanden, el escalón de barbarie que construyen. Sin duda hay pederastas. Pocos. Sin duda, además, hay pederastas delincuentes. Menos. Tal vez haya padres que permitan la sodomización de sus hijos a cambio de una perrillas. Pero si alguna vez se descubre entre nosotros, en el barrio, semejante delincuencia, habría que tratarla adecuadamente. Ninguno de esos falsos alquileres dados como buenos fueron noticia de portada. Alguien pensará que por fortuna. ¡Ninguna fortuna! La extrema naturalidad y secundariedad con que se instalaron en la jerarquía de las noticias revela la profundidad de la crisis periodística y las dificultades del oficio para cumplir su primera ley, es decir, la determinación de lo que es una noticia. Igual puede decirse de los guardianes: cuando un policía advierte que el mal ha llegado hasta ahí no debe comunicarlo con un bisbiseo cómplice, sino de manera clara, oficial y hasta solemne. El mismo horror de la banalidad se extiende ante el pavoroso caso de la joven tetrapléjica (tetrapléjica y no paralítica, porque es conveniente mentir con detalles técnicos). Si la leyenda conmovió anteayer a la ciudad no fue por el resultado del ataque ni por la identidad de los agresores. La conmoción derivaba precisamente de ese vacío terrible de detalles, que por otra parte hubiera debido movilizar la sospecha periodística. El caso no presentaba siquiera la escenografía que acompaña a los crímenes made in América, obra de perturbados veteranos o repentinos que empiezan a despedazar humanos porque hoy no salió el sol. No, no había nada. Sólo la plaza de Catalunya, un skin, un bate de béisbol y alguien que pasa. Ni un grito, ni una mala mirada. Nada. Nada, repito: es decir, el principal ingrediente de la desmoralización y el terror colectivo.
Por supuesto, del asunto hay que extraer algunas consecuencias locales. La delegada del Gobierno, Julia García-Valdecasas, haría bien en explicar cómo se obtiene la información en los departamentos de su competencia, cómo se procesa y cómo se vierte -cual aceite hirviendo- sobre la sociedad catalana. Personalmente me haría muy feliz que acotara el ejercicio al menos desde junio de 1997, dramática fecha de inicio del caso del Raval. Así tendría el privilegio de convertirse en la primera responsable política que da explicaciones sobre su actuación a la sociedad catalana, adelantándose a la consejera de Justicia de la Generalitat, Núria de Gispert, y a todos los partidos que durante estos casi tres años de ignominia han sido incapaces de llevar al Parlament una sola pregunta, una sola, mínima y compasiva pregunta, sobre los hechos. Junto a la señora García-Valdecasas, haríamos bien los periodistas catalanes en reflexionar humildemente sobre los aspectos, digamos, mecánicos de nuestro trabajo. Por supuesto, es mucho menos excitante que debatir como generales sobre la concentración empresarial, las amenazas, siempre renovadas, a la libertad de expresión o el aniversario de Pinochet, el viejo: pero, de vez en cuando, hay que hacerse el periodista y no la manicura.
Más allá del local ajuste de cuentas, sobresale en el asunto una última certeza: la colaboración entre guardianes y periodistas, tan íntima y tan cómplice que ya no se distingue, como en el mejor abrazo, a uno del otro, está llenándonos de mentiras, sin respetar siquiera -¡mirad, es Cataluña!- los más deontológicos paraísos. La verdad ha dejado de ser una condición y un objetivo para guardianes y periodistas. Ellos son los nuevos estetas. El relativismo no podía caer más bajo.
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