De la irritación a la emoción
Qué gran noche de ópera: de las que invitan generosamente a seguir discutiendo a la salida, es decir, de las que crean auténtica afición. Los colegas de Madrid que asistieron al estreno coincidían en señalar que este clima es lo que echan en falta en el Teatro Real. También lo envidian los colegas que cubren el teatro hablado, tan acostumbrados a montajes supuestamente provocativos que, por toda reacción, obtienen unos corteses aplausos y una rápida huida hacia casa. No es el caso de este Lohengrin. Luego, anótese el Liceo un brillante tanto en su función de teatro público, uno de cuyos cometidos, según figura en su contrato-programa, es el de las revisiones dramatúrgicas de las obras de repertorio de acuerdo con las últimas y más innovadoras tendencias.El debate adquiere todo su sentido a partir de la calidad, sobre la que no hubo el más mínimo desacuerdo. Tanto en el plano musical como en el escénico estamos hablando de una obra mayor, un espectáculo de alta graduación. Si el reparto de voces y la dirección musical alcanzan la excelencia, no menor consideración merece la dirección escénica, atenta al más mínimo movimiento del último corista, precisa en la iluminación y detallista hasta la obsesión en el vestuario. Otra cosa es que no se esté de acuerdo con el planteamiento general. Bienvenida sea entonces la discusión, siempre que se produzca a partir de lo visto y oído en escena y no de prejuicios adquiridos. Acudir al estreno armados con silbatos, como hicieron algunos, no remite a una gran apertura de pensamiento, pero en definitiva quienes así se comportaron están en su derecho, siempre y cuando su disconformidad se exprese a telón bajado, sin alterar la representación, como fue el caso.
"Lohengrin", de Wagner
Intérpretes: Hans Tschammer, Roland Wagenführer, Gwynne Geyer, Hartmut Welker, Eva Marton, Wolfgang Rauch. Orquesta y coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección escénica: Peter Konwitschny. Escenografía: Helmut Brade. Dirección musical: Peter Schneider. Barcelona, Liceo, 18 de marzo.
Dicho lo cual, añadiré que la propuesta de Konvitschny me irritó en el primer acto, empezó a convencerme en el segundo y acabó emocionándome en el tercero. ¿Se puede pedir más?
Me irritó, sí. No porque me pareciera ninguna profanación que la reunión de nobles sajones, turingios y brabantinos ante el rey Enrique II fuera reducida a una clase de alumnos indisciplinados, vestidos con calzón corto (ellos) y batas negras (ellas), que se tiraban bolitas y avioncitos de papel en una escuela alemana de los años treinta. En definitiva, Wagner, que no pudo asistir al estreno de Lohengrin en Weimar el 28 de agosto de 1850, al tener prohibido pisar territorio alemán por su participación en la insurgencia liberal de Dresde acaecida dos años antes, no debía tener de las rencillas políticas que dividían a su país un concepto mucho más elevado que el de una triste riña de patio de colegio. No es, pues, eso lo que me irritó, sino la inadecuación del realismo para resolver el elemento mágico: a ver cómo diablos, en semejante ambiente de cuchufleta, iba a producirse la entrada del héroe, tan solemne, con los violines en el registro sobreagudo anunciando el majestuoso tema del Grial. Pues se resolvió mal, con un Lohengrin vestido de calle apareciendo del suelo merced a un elevador mecánico, precedido de un niño que movía los brazos como un cisne. No íbamos bien. Pero es cierto que el personaje de Elsa había comenzado a intrigarme: la mujer que atiende la llegada sobrenatural del caballero para que la libre de la injusticia se dibujaba ya como una colegiala soñadora, de frágil personalidad, dispuesta a caer en brazos del primer ídolo que se acercara a sus fantasías adolescentes.
Pues bien, esa lectura de Elsa me iría convenciendo más a lo largo del segundo acto. Después de todo, esa niña que tan por encima parece estar del mundo en discordia del que procede, en el fondo pertenece de lleno a él, es una alumna más de ese sórdido colegio de aviones de papel y delaciones al maestro. Una alumna pizpireta -¡qué bien compuso el personaje Gwynne Geyer, tanto escénica como vocalmente!- y un tanto zafia, pues cae en las insidias de Ortrud y Telramund con una enervante candidez, sin apenas oponer resistencia. ¡Qué diferentes son Senta (El holandés errante) o Elisabeth (Tannhäuser) con respecto a Elsa! Aunque a las tres las hermana el tema de la redención por amor, las dos primeras se inmolan para conseguirlo y lo obtienen, mientras que la tercera muere inútilmente al haber sido incapaz de respetar la única condición que le ha impuesto el caballero de sus sueños: que nunca le pregunte por sus orígenes.
Humanizar el drama
El tercer acto, el que me emocionó ya definitivamente, sigue con una lógica aplastante por ese camino. Ya no sólo Elsa, sino también su novio se ha convertido en un dios caído, un pobre hombre sin futuro alguno. Me subyugó ver a la pareja, en la misma aula con pizarra convertida ahora en cámara nupcial, recibir los regalos envueltos en papel de charol, con grandes lazos, de manos de sus compañeros de colegio. En esos paquetes desperdigados por la habitación estaba ya escrita toda la tristeza de la derrota.
Efectivamente, Elsa, como si no pudiera esperar al siguiente capítulo del folletón que estaría leyendo, le pregunta a un Lohengrin que ya ha perdido todo rastro divino quién es. Y el ángel caído adquiere de repente la grandeza de un Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo (¿será por la camiseta?) ante la imposibilidad de despegarse de la miseria. Sensacional. Nunca había visto humanizarse tanto el drama íntimo de Elsa y Lohengrin, nunca había entendido hasta qué punto el ambiente adverso en el que les ha tocado vivir, como el de Wagner en el exilio, acaba por convertirles en víctimas y el regreso del caballero a los dominios del Grial en un castigo desesperanzado, como el del artista incomprendido obligado a errar por tierras hostiles.
Claridad musical
La seriedad de la propuesta de Konwitschny encontró el correlato preciso en la realización musical. Peter Schneider dio un vuelco a la orquesta, la convirtió en un instrumento terso, capaz de dar perfecta cuenta del sutil juego de espejos tonales y tímbricos trazado por Wagner en esta enorme partitura. Aparte de los leitmotiv, que el compositor empezó a utilizar aquí de forma plenamente consciente -por esa época escribía también sus más importantes textos teóricos: Una comunicación a mis amigos, La música del porvenir y Ópera y drama-, cada personaje está inscrito en un ámbito tonal: la mayor, Lohengrin; la bemol mayor, Elsa; fa sostenido menor, Ortrud; do mayor, el rey; Telramund no la tiene: es un personaje voluntariamente desdibujado, en manos de Ortrud (hasta tal punto penetraba el psicologismo de Wagner en sus personajes). Pues bien, Schneider leyó con absoluta claridad esos entresijos, llenó de luz y de sombras admirables ese diálogo constante entre la redención y el castigo. Los cantantes le siguieron a muy alto nivel. Puestos a destacar, enorme la Elsa de Geyer. Pero no le fue a la zaga la Ortrud de Eva Marton o el Telramund de Hartmut Welker. Resistió bien Roland Wagenführer (Lohengrin), aunque había anunciado un catarro: especialmente brillante estuvo en el dúo con Elsa del tercer acto, cuando se hunde como personaje heroico. Muy bien el resto del reparto y el coro, al que hay que felicitar especialmente porque al buen rendimiento vocal aunó un serio trabajo escénico ejecutado con gran profesionalidad.
Babelia
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