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El gusano de la manzana

LUIS DANIEL IZPIZUA

Cuanto más grande quiere ser más pequeña se nos hace, y Euskal Herria prácticamente coincide ya con Giputxilandia. Unas cuantas elecciones más y se limitará a alguno de sus valles. Me refiero, claro está, a esa Euskal Herria metafísico-circunspecta a la que nos remiten algunos, porque la otra, la de verdad, sigue y seguirá estando donde estaba. Basta con repasar los resultados electorales para comprobar que los metafóricos se crecen en la pequeñez, y que si Oreja gana en Bilbao, en Orexa (75 votantes) ganan ellos, y por goleada. La comparación es tan contundente y tan reveladora, que debería hacerles reflexionar. Pero no lo hará. Pues si Bilbao no es Orexa tanto peor para aquélla, ya que ésta es el paradigma. Orexa es Euskal Herria, Bilbao una porquería. Cosas que vienen de lejos.

Pero lo cierto es que sin Bilbao no hay Euskal Herria ni cosa que se le parezca. Y que el gusano ha mordido la manzana. Las ha mordido todas, incluida la navarrorum. Y eso, no sé si marca paquete, pero sí marca futuro. Por supuesto que con lo de gusano no estoy intentando insultar a nadie. Ni siquiera estoy tratando de acogerme a las categorías que exprime Arnaldo Otegui, míster Sinfonola, quien, según la tecla que aprietes, es capaz de soltarte con su verbo florido una soflama neocastrista, un gruñomorfema cuaternario o parecer la virgen de Lourdes. El mitin que nos soltó la noche de autos resultaba difícil de clasificar, pero se parecía mucho a un rap neotirolés, en el que la sentencia "ellos son la minoría" sonaba con la contundencia que corresponde a eso mismo, a una sentencia. El mitin nos fue retransmitido sin ton ni son por ETB, a no ser que lo hicieran con la intención de ahuyentar a los que no son de la familia, pues es evidente que a ellos les gusta la intimidad. Ya lo dijo Egibar esa misma noche de autos al agradecer el apoyo recibido por su partido, apoyo que este pueblo -herri honek- se merecía. No dijo este partido, sino este pueblo; y volvió a hozar -y a gozar- en lo familiar cuando luego, en castellano, se refirió al incremento en diputados y senadores de su partido, rematándolo con que lo vasco aumentaba su representación en Madrid. Todo exquisitamente -como le gusta decir a él- predemocrático.

Ahora hay quien se sorprende por el gusano. Es como sorprenderse por la vida misma, pero es evidente que la vida está a años luz de algunas camarillas. No me gusta dármelas de profeta, pero yo mismo fui recriminado en estas páginas por exponer la sospecha de lo que se avecinaba. Si no hubiera sido por la abstención, la sospecha se hubiera confirmado en su totalidad. Estaba en el aire. Y estaba en las camarillas, en esas burocracias endogámicas que han hecho de su deseo por perdurar el único instrumento para acercarse a la realidad: de hecho, unas anteojeras. La clase política de la transición le es tan subsidiaria a ésta, que quisiera hacerla durar eternamente. Es como si les fuera la vida en ello, aunque llamen a su vida servicio al país. Tienen los ojos en el cogote, y no se dan cuenta de que los demás, la gente, los tienen en otro sitio. A su engranaje gastado sólo le gustan las cosquillas. Se abren de orejas para que les regale la música, y si ésta no les agrada intentan echar el loro a la basura. Luego hay que oírlos: dicen que la gente no les hace caso, como si no fuesen ellos los que tendrían que oír a la gente

No me queda sino aplaudir la actitud de Almunia. Se le ha reprochado falta de imagen, pero era precisamente su imagen de honestidad a toda prueba uno de los motivos para votar al PSOE. El resto era un barullo en pos de una golosina. Bengalas al tuntún a gusto de cada parroquia local, a ver qué cae. En Euskadi, por ejemplo, cada personaje parece tener su batidora. Y lo siento por Nicolás Redondo, que aparenta tener buena voluntad, pero, o pone un tornillo a cada baroncillo o la lleva clara. Y no se pueden ganar unas elecciones con candidatos que parecen políticos de trastienda, como Txiki Benegas, de quien nunca se sabe si está diciendo algo o si está tramando algo. En fin, esperemos que ahora no les dé por enloquecer, y que queriendo salvar cada cual su cabeza -cada barón, quiero decir- conviertan la casa común en el Titanic.

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