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Saludo a Ricardo Lagos

Mi deuda con Chile es inmensa. Tan grande como mi amor hacia esa maravillosa tierra austral. Viví en Santiago entre mis 10 y mis 15 años. Allí inicié mis estudios de Humanidades y formé amistades para toda la vida: José Donoso, el más grande novelista chileno de su siglo, tan injustamente postergado a la hora de los premios; Roberto Torreti, el filósofo kantiano con quien escribí, al alimón, mi primera novela desde los patios de recreo de nuestra escuela al pie de los Andes.En Chile publiqué mis primeros escritos, en el Boletín del Instituto Nacional y en la revista The Gryphon. Allí descubrí la riqueza de la poesía latinoamericana en los versos de Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, más tarde amigo muy cercano e inolvidable. En Chile aprendí que poesía y política, palabra y ciudadanía, eran términos hermanos. La lengua española no sólo era portadora de imaginación y belleza, sino, también, de libertad.

En Chile confirmé mis convicciones políticas básicas, nacidas de mi infancia como ciudadano del México de Lázaro Cárdenas y estudiante en Estados Unidos del New Deal rooseveltiano. Crecer en Chile bajo los gobiernos del Frente Popular (radicales, socialistas y comunistas) me dio la temprana prueba de que la democracia social era posible en América Latina: Chile no era ajeno a todos los males convocables de nuestra América Latina -la herencia colonial, el militarismo, la desigualdad, la pobreza- pero con voluntad y fortuna mayor que cualquiera de nuestras repúblicas, encontró fórmulas de desarrollo político propias.

Debatible como lo fue y sigue siendo, Diego Portales creó el primer Estado nacional latinoamericano estable y abrió el camino a una forma inicial y peculiarmente chilena de libertad: democracia para la aristocracia. A partir de allí, las libertades de la élite (elecciones y parlamento, prensa y partidos) se fueron consolidando y ampliando, a veces a favor del Ejecutivo, a veces a favor del Legislativo, como lo demuestra el drama del presidente Balmaceda. Pero a partir de su "democracia para la aristocracia", Chile fue el primer país latinoamericano que organizó a la clase obrera, a la clase media radical y a los partidos de izquierda. De las minas del cobre y el salitre, de las fábricas urbanas, del pequeño comercio, de las profesiones y de las grandes huelgas de principios del siglo XX, surgieron los partidos Socialista (fundado en 1901), el Radical (en 1888) y el Comunista (en 1922).

Digo todo esto para recordar que Chile tiene una larga vida política partidista y de lucha social. Ni Pedro Aguirre Cerda en 1938, ni Salvador Allende en 1972, ni Ricargo Lagos en el 2000, son productos "exóticos", sino representantes genuinos de la democracia chilena. Ésta ha sufrido golpes. La crisis de la economía salitrera y la depresión mundial de 1929 condujeron a la breve dictadura militar de Carlos Ibáñez del Campo, pero en 1938 el Gobierno conservador de Arturo Alessandri ("el León de Tarapacá") cedió el poder al triunfo del Frente Popular y los avatares de la guerra fría, aprovechados cínicamente por Gabriel González Videla, no impidieron que, una vez más, Chile retomara su camino democrático, culminando con la elección de Allende en 1970, por escasa mayoría y expuesta a la derrota electoral en 1973.

Las repetidas apelaciones de Allende a la voluntad electoral en 1970, 1971 y 1973, demuestran claramente que el presidente socialista siempre actuó dentro de las normas de la democracia y no existe prueba alguna de que pretendiese perpetuarse en el poder o desobedecer un mandato popular adverso a su partido y a su persona. El golpe del hipócrita y servil general Augusto Pinochet en 1973 (comparable al del igualmente servil e hipócrita general Victoriano Huerta contra Madero en 1913) jugó la carta del miedo al cambio, la paranoia de la guerra fría y la política norteamericana de tener gobiernos sumisos en América del Sur, aun a costa de la democracia que decían defender en nombre del anticomunismo.

Recuerdo haberme encontrado, el día del golpe pinochetista, con Pablo González Casanova en una avenida de París. Nuestra rabia y nuestra tristeza por lo ocurrido no preveía siquiera la extensión y profundidad de los crímenes de la dictadura. Las ejecuciones sumarias, las torturas, la caravana de la muerte, los campos de concentración, no acaban de ser documentados. Los desaparecidos jamás reaparecerán. Nadie devolverá la paz a las mujeres fornicadas por perros especialmente entrenados en las prisiones de Pinochet, a veces enfrente de sus hijos y maridos. ¿No merecen castigo ejemplar los torturadores pinochetistas que se divertían introduciendo ratones en las vaginas de las prisioneras?

Por si fuera poco, el sátrapa Pinochet extendió su reino de terror fuera de las fronteras de Chile, asesinando alevosamente a sus opositores en las calles de Washington, Roma y Buenos Aires. ¿Cómo pueden hoy sus defensores escudarse en la defensa de la soberanía chilena, si Pinochet violó no sólo la soberanía nacional de los EEUU, Argentina e Italia, sino los derechos humanos de ciudadanos norteamericanos, españoles, belgas, suizos, ingleses y franceses?

¿Es éste el paladín de la soberanía nacional chilena?

¿Es este violador impune el defensor de los valores cristianos?

Siempre dije que, apenas tocara suelo chileno, Pinochet bailaría una cueca y se reiría de los jueces británicos y españoles. El cinismo del personaje no tiene ni edad ni límites. Pero que la cúpula militar chilena haya acudido a celebrar el retorno del Führer con música típica del Tercer Reich, constituye un alarmante desafío a la transición democrática chilena, a los esfuerzos del presidente Frei por regresar al gorila a Chile, y a la esperanza de una normalidad democrática representada por el nuevo presidente, Ricardo Lagos. Sólo nos faltaría ver al general Pinochet sentado en su escaño de senador vitalicio el día de la inauguración de Lagos, burlándose del mundo entero y desestabilizando un proceso que Pinochet diseñó a su medida y para su protección.

Se puede sospechar que el fin de la guerra fría y de la justificación anticomunista movió a Pinochet a celebrar el plebiscito de la transición. Que el cínico burlador mantenga los ojos abiertos. En el entorno de la posguerra fría, una casta militar insumisa al poder civil sería intolerable, no sólo para los pueblos chileno y latinoamericano, sino -hay que decirlo con toda franqueza y acaso con todo cinismo- para el Gobierno de los EEUU. Las dictaduras militares ya no rifan en Washington. Deslegitiman la retórica de un continente libre de dictaduras militares -salvo una-. Ni Bill Clinton ni su sucesor -sea quien sea- podría convivir con una cúpula militar chilena reaccionaria y rebelde a la supremacía civil sobre las fuerzas armadas.

Pero el proceso contra Pinochet, además, sentó un precedente legal y político que se ha convertido en la mejor virtud de la globalización. Los derechos humanos son universales. Las violaciones y crímenes contra la humanidad no prescriben. Ésta es la ganancia permanente del caso Pinochet.

Ricargo Lagos es un hombre esclarecido, tan claro como su proyecto de desarrollo social y político democrático. El fundamento del proyecto de gobierno de Lagos es la educación. El nuevo presidente de Chile ve con precisión que el desarrollo económico en el siglo XXI se basará en la información y que la información se basará en la educación. Educar no es ni un lema, ni un privilegio, ni un lujo. Es una necesidad para ser socios efectivos y paritarios de los procesos de mundialización. Lagos es consciente de que el desarrollo económico de Chile ha sido veloz pero desigual. Corregir esas desigualdades es tarea de la política. Por ello, Lagos distingue los bienes y servicios que no pueden ser satisfechos por el mercado y que deben ser atendidos por la sociedad y por el Estado.

Lagos se suma así, desde una perspectiva latinoamericana, a las verdades preconizadas por Felipe González en España. Las virtudes macroeconómicas no son un fin en sí. Sólo se justifican si crean capital físico -infraestructura- y capital humano -educación, salud y trabajo-. Pues si la regla del mercado es optimizar el beneficio, esta regla tiene un límite: el bienestar del ciudadano. A la política le corresponde limitar la optimización del beneficio en beneficio del ciudadano. La política, finalmente, sólo se legitima socialmente.

A esta filosofía, que se va convirtiendo en el credo de la socialdemocracia moderna, Lagos le da una dimensión latinoamericana: la necesaria redistribución del ingreso, la creación de amortiguadores sociales como condición para un equilibrio entre mercado, sociedad y Estado. Incluir a los excluidos sin excluir a los ya incluidos: "Que nadie pierda en el proceso de inclusión social", ha escrito Lagos.

Si el general Pinochet y la cúpula militar chilena, si los ciegos partidarios del exdictador dispuestos a confundir la violación de mujeres por perros como pruebas de defensa de la cristiandad, si los obtusos defensores de la soberanía chilena que le perdonan a Pinochet su transgresión de soberanías ajenas, no comprenden lo que significa Ricardo Lagos y lo que ocurre en el mundo, entonces sí que Chile dará un gigantesco, un peligroso, un irremediable paso arás.

La soberanía de Chile, tantas veces invocada en defensa del alegre exdictador, será puesta a prueba por los chilenos mismos: la justicia chilena deberá juzgar los crímenes de Pinochet.

Asegurar que la justicia se cumpla al mismo tiempo que la democracia, la economía y la sociedad avancen, es el enorme reto que confronta Ricardo Lagos.

Como su amigo, como chileno de corazón, como latinoamericano, le deseo a Ricardo Lagos el éxito que se merecen él y su magnífica patria.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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