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Cultura

A ningún observador perspicaz se le ocultará que un acto cultural es el lugar que concentra mayor número de incultos de cuantos caben. Y el calificativo de inculto no posee aquí contenido peyorativo, sino que simplemente se limita a designar un estado: el de aquel individuo que es profano de la cultura pero que acude al evento que anuncia el periódico con un oscuro deseo de regeneración espiritual, buscando liberar la mariposa que preserva en la crisálida de su ignorancia. Platón decía que el enamorado es persona que carece de amor: que buscar algo equivale a confesar explícitamente de qué se carece. Todos sabemos que las universidades han estado y estarán siempre repletas de ignorantes; que sólo pide un préstamo quien no dispone de capital efectivo para devolverlo. Igualmente, la gran mayoría de los asistentes a conciertos y exposiciones son gente que rara vez oye música o a quienes la pintura resulta indiferente.Acudo desde hace un par de semanas al Festival de Música Antigua de Sevilla, que este año cumple su decimoséptima edición con un programa bastante aceptable, y cuento con más datos para corroborar mi resignada convicción: que muchos de los que se hacinan en el patio, los balcones, parte del paraíso, vienen a aburrirse al teatro Lope de Vega como mosquitos que buscan la luz eléctrica que los aniquila, acaso sólo con el postrer propósito de emitir dictámenes sobre lo que mañana recibirá una fotografía en el periódico local. Pagan su entrada no con el fin de presenciar el espectáculo, sino para comprar el derecho de opinar sobre él: de formular veredictos sobre ejecutantes, versiones, sonoridad del recinto.

Puede resultar enigmática la unanimidad con que los melómanos asisten a la ópera en el Maestranza, sin reparar en qué obra se representa, qué cantantes encabezan el reparto o qué orquesta ocupa el foso. Los pequeños conciertos de música de cámara, que se ocultan en salas más periféricas y que apenas merecen el olvido de la prensa, aparecen despoblados también unánimemente, sin reparar en obra, intérpretes, solistas, como si de la noche a la mañana un amor multitudinario por la música hubiera desembocado en una multitudinaria sordera. Parece que la cultura, como todo en este hipermercado global nuestro, tiene sus calidades y sus categorías y no es lo mismo escuchar a Bach vestido con visón que con pantalones vaqueros. La gente que dispone de una cierta solvencia económica se fabrica una cultura costosa, de teatro de ópera, casa de subastas, exposición en museo: nada de la sala alternativa, de la galería de arte escondida en la bocacalle, del recital de poesía anónimo. Como la pizzería y el despacho de hamburguesas, los grandes teatros y las fundaciones pudientes ofertan menús de cultura que pueden ser engullidos con la rapidez y comodidad con que se deglute cualquier comida basura; los aniversarios que maltratan de un tiempo a esta parte la memoria de tantos y tantos inocentes cadáveres (Bach, Borges, Buñuel) ofrecen la oportunidad de empaparse en tiempo récord de la obra de un genio, imprescindible para colocar la oportuna coda en cualquier conversación, sea amistosa o lucrativa. Hay gente, se podría concluir parafraseando a Lichtenberg, que no cesa de asistir a eventos culturales: todo lo que presencian pasa del escenario a la pinacoteca sin detenerse en sus cabezas.

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