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Tribuna:HORAS GANADAS
Tribuna
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Triste, orgulloso demonio RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

En la exposición sobre el simbolismo ruso que se celebra en la Fundación La Caixa de Barcelona hay un enorme lienzo procedente del Museo Estatal Ruso de San Petersburgo que domina al resto de las obras expuestas. Se trata de El demonio volando, pintado por Mijaíl Vrubel en 1899: pintura extraordinaria en sí misma, su significado debe integrarse en el ciclo dedicado al tema por este gran pintor, apenas citado en la época soviética y casi desconocido en Occidente, admirador de Goethe, Wagner y Nietzsche y, como este último, también condenado a una postrera etapa de locura.Este demonio de Vrubel parece querer escapar no sólo de las paredes que acogen el cuadro, sino también de este mismo. Cuesta, en primera mirada, apreciar los contornos y rasgos de la figura puesto que ésta se halla atrapada, o quizá vivificada, por un remolino casi vegetal de formas y colores; pero, finalmente, entre el controlado caos cromático emerge un rostro enigmático, melancólico, más cerca del ángel caído que del diablo brutal. Para el espectador el descubrimiento de su rara belleza se hace difícil, camuflado como está entre portentosas manchas espirales y quebradas aunque deslumbren al fin sus ojos taciturnos y oblicuos.

También las demás obras de Mijaíl Vrubel se hallan dominadas por un peculiar sentido de la disolución, en el que la supuesta realidad del mundo se ahoga en un caudal desbordante de ornamentos, en una pintura arquitectónica -gaudiniana, en cierta manera- que incorpora el diálogo entre los elementos microcósmicos y las grandes escalas universales. Sin embargo, la sensualidad mística que Vrubel refleja en sus cuadros tiene un testimonio especial en la imagen, decenas de veces acometida, de su demonio: el demonio que vuela triunfante, el demonio abatido, el demonio observando pensativamente el horizonte.

El demonio de Vrubel, más luciferino que satánico, más personal que religioso, más perdedor que vencedor, se adentra, desde luego, en la "inversión de alianzas" que, a partir de John Milton en El paraíso perdido, algunos poetas y artistas han propuesto a los hombres: si Dios y los suyos nada han hecho para amortiguar el sufrimiento en el mundo quizá sea lícito recurrir a su adversario en busca de consuelo para el dolor y belleza para la rebelión. El siglo de Mijaíl Vrubel -el XIX, aunque morirá en 1910- es el siglo de Byron, de Baudelaire, de Rimbaud, propenso a los Caín, a los Manfred, a los don Juan, a las grandes ascensiones y a las infernales caídas.

No obstante, afín a un Lucifer nostálgico de su propio gesto rebelde, el demonio de Vrubel se acerca también al misterio interior del hombre, al demon que acaso acompañaba, propicio, a Sócrates y al que recurrirá Goethe para poner nombre a lo inexplicable: "Lo demoniaco", le confiaba Goethe a Eckermann, "es aquello que no podemos explicarnos por la inteligencia o por la razón". El demonio de Vrubel, arrebatado y escéptico al mismo tiempo, se aproxima a la figura de un oscuro ángel de la guarda que nos acompaña siempre con sus interrogaciones sin respuesta, pero que también es capaz de compadecernos como si, en efecto, compartiera nuestra turbación ante lo desconocido.

No es de extrañar, con todo, que pese a la admirable compañía filosófica y artística con que su época lo rodeó, Mijaíl Vrubel sintiera una predilección especial por su compatriota Mijaíl Lérmontov. El demonio de Vrubel, rico en influencias culturales y míticas, no encuentra mayor inspiración que la que le proporciona el protagonista del gran poema El demonio, escrito por Lérmontov entre 1829 y 1839. Simétricamente, se hace difícil concebir para éste una mejor encarnación visual que la realizada por Vrubel, tanto en una serie ilustrativa del poema cuanto en varios cuadros de gran formato.

El demonio de Lérmontov unifica, en alguna medida, la tradición luciferina, con lord Byron como portavoz más celebrado, y la idea del demon como fuerza indescifrable que nos empuja hacia territorios no domesticados por la razón. Pero, además, este demonio terrible y cautivador, tan necesitado de amor como lleno de solitario orgullo, engarza bien con los grandes errantes -Drácula, entre ellos- cuya inmortalidad acaba siendo una maldición irreparable. Tal como les ocurre a todos ellos, también el demonio del poema de Lérmontov sucumbe ante la belleza: una hermosa princesa georgiana en este caso, que detiene el vuelo sin fin del demonio sobre aquellas cimas del Cáucaso que el propio poeta amaba con fervor y que le verían morir. Historia asimismo maldita en la que la muerte de la princesa revela la incapacidad de superar el círculo vicioso ya descrito lapidariamente por Byron en Manfred: "La amé, y la destruí".

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O como recuerda el demonio de Lérmontov en versos maravillosos que se traducen muy bien en las imágenes de Vrubel: "¿Qué hacer sin ti de esta vida eterna, de la infinita extensión de mi reino? Mi templo está vacío. Faltas tú que eres mi dios".

Joan Guerrero

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