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Haider: las palabras son hechos

Al intervenir en el caso Haider, Europa ha decidido una cuestión crucial: ha establecido definitivamente que en democracia el consenso electoral es un principio importantísimo, pero el segundo. El primero y fundamental, en cambio, es el principio del respeto a los valores ético-políticos que todas las democracias enarbolan en la poesía de las constituciones, pero que demasiado a menudo pisotean en la prosa de la política cotidiana. Al intervenir en el caso Haider, Europa, por fin, ha decretado solemnemente -para Austria y, por lo tanto, para sí misma antes que para Austria- el deber de la coherencia entre las palabras y los hechos, entre lo que está escrito en las constituciones democráticas y las políticas que los partidos y electores pueden y no pueden hacer.Es una decisión que podría "hacer época". Significa que, en democracia, el consenso electoral, el principio de la mayoría, es importante, sí, pero no fundamental en el sentido etimológico de la palabra, no está en el fundamento de la democracia. Es la técnica ineludible del funcionamiento de las instituciones, pero su fundamento -mucho más irrenunciable, por lo tanto- está en otra parte: en el respeto a los derechos civiles de las minorías (hasta de esa minoría extrema que constituye cada uno de los disidentes), en el rechazo a cualquier xenofobia, en el antifascismo (un tema, este último, sobre el que volveremos). Sobre estos dos valores no hay mayoría que aguante: una mayoría (aun aplastante) que los rechace es, desde luego, mayoría, pero está ya fuera de la democracia. Es, democráticamente hablando, ilegítima.

En resumen, la decisión de Europa sobre el caso Haider saca a la luz sin rodeos el conflicto siempre al acecho entre los valores antes mencionados (fundamento de la democracia) y el principio de soberanía. ¿Es soberano el pueblo, o son soberanos los valores en que se fundamenta la democracia (y que ninguna mayoría puede violar)? Se trata de una vieja disputa teórica, pero de ningún modo académica, como demuestra la actualidad.

Al contrario: en realidad se trata no de la contraposición entre valores y soberanía, sino de dos versiones irreconciliables del principio mismo de soberanía. Por un lado, la soberanía como pura y simple decisión de la mayoría (encarnación de una mítica e indivisible "voluntad general"): es la tradición jacobina, cargada con el fanatismo supersticioso que recita vox populi, vox Dei. Por otra parte, la tradición constitucionalista y liberal-democrática, que entiende la soberanía como ciudadanía de individuos, una soberanía de titularidad difusa, por lo que forma un todo con los derechos inalienables de cada individuo, y, por lo tanto, se pone en peligro en toda política de intolerancia hacia las minorías (y exige, por el contrario, intolerancia institucional hacia todas las fuerzas que no respeten la igual dignidad de cada ciudadano, independientemente de su raza, religión, sexo, etcétera).

Pero la decisión de Europa "hace época" también porque constituye, según la lógica corriente, una medida preventiva. En efecto, la decisión se ha tomado antes de que se formara el Gobierno negro-azul de Schüssel-Haider. El fin era impedir su nacimiento. No se juzga a Haider por su acción como socio del Gobierno. Aparentemente, se trata de un inadmisible "proceso de intenciones".

En realidad -ésta es la clamorosa novedad destinada a "hacer época"- es el reconocimiento necesario (y si acaso tardío) de que en política (por lo menos algunas veces) las palabras son hechos. Y hay que tratarlas en consecuencia. Aun cuando desde el punto de vista filosófico-lingüístico no se trate de una novedad. Hay una disciplina que desde hace tiempo se ocupa precisamente de los "actos lingüísticos performativos"; es decir, de aquellas ocasiones en las que "decir" es ya "hacer". Algunos ejemplos: una oración está hecha sólo de palabras, pero es un "hacer" netamente distinto de una homilía; una sentencia de un tribunal no es más que un conjunto de palabras, pero es ya un "hacer" muy tangible para el condenado; el "sí" pronunciado frente a un sacerdote o un alcalde es, desde el punto de vista lingüístico, idéntico a los miles de "síes" de las discusiones amorosas, y, sin embargo, a diferencia de estas últimas, es un "hacer" absolutamente concreto, que produce consecuencias muy concretas durante años (e incluso durante toda la vida). Se podría seguir. Europa, pues, ha decidido que en política hay palabras que constituyen ya hechos, y que no valen como meras opiniones.

Haider ha dicho que "el Reich tuvo una política sana respecto a la ocupación" (13 de junio de 1991), ha criticado duramente que "alguien se indigne porque en este mundo todavía hay gente decente y con carácter (las Waffen-SS) que nunca ha abandonado sus convicciones" (boletín Fpoe, número 30, de 1995), se ha opuesto a los honores para los combatientes antinazis en cuanto "traidores" que "habrían cubierto de fango no sólo a Hitler, sino a sus mismos camaradas de batalla" (Profil, marzo de 1987).

Europa ha decidido que palabras de este tipo no son opiniones, sino ya hechos. Y como tales, sancionables, sin esperar a acciones ulteriores. Y que, por lo tanto, el simple acceso al Gobierno de un líder y de una fuerza política que ha cometido tales hechos constituye ya un hecho que viola el Tratado de Amsterdam y los valores que están en la base del solemne pacto por el que se está construyendo la Europa de las democracias. Bajo este aspecto, por lo tanto, se debe subrayar que la decisión de los catorce Gobiernos, anunciada por el presidente de turno, el portugués Guterres, es mucho más coherente que la injustificada expectación del presidente de la Comisión, el italiano Romano Prodi. Repitámoslo una vez más: admitir en el Gobierno a una fuerza política que ya ha realizado hechos (aun en forma de palabras, pero performativas) como la que dirige Haider es ya una violación de los tratados europeos y de la lógica democrática, sea cual sea la mayoría que en Austria sostiene a este Gobierno.

Pero reconociendo que esas palabras constituyen hechos (y hechos estructuralmente antidemocráticos), Europa ha recordado algo irrenunciable que hoy se tiende, demasiado a menudo, a remover: el carácter esencial del antifascismo para las democracias europeas, del que la antixenofobia es el lógico corolario.

Pero, cuidado, no se trata de una llamada genérica al antitotalitarismo. Europa recuerda a Austria, y antes que nada a sí misma, que la Grundnorm (precisamente en el sentido de Hans Kelsen, el más grande jurista de nuestro siglo) sobre la que se funda la legitimidad de todos los ordenamientos jurídicos europeos (es decir, los Estados) es la victoria contra el nazifascismo. Es decir, la derrota de los nazifascistas por parte de los ejércitos aliados y de la Resistencia. Éste es el ADN fundamental de las democracias europeas desde la guerra hasta hoy.

Que quede claro: bajo el perfil político (y antes aún moral), el gulag es tan condenable como el campo de concentración, y la destrucción de las libertades llevada a cabo por los totalitarismos comunistas lo es tanto como la llevada a cabo por los totalitarismosPasa a la página siguiente

Paolo Flores d'Arcais es filósofo y director de la revista MicroMega.

Haider: las palabras son hechos

Viene de la página anterior fascistas. Pero en el plano de la legitimación histórica de las actuales democracias europeas, en cambio, sólo el antifascismo es ADN y Grundnorm, porque los comunistas fueron parte integrante de la alianza militar (y de la Resistencia) que construyó las democracias en que vivimos. (Sin contar con que ninguno de los comunistas que todavía se declaran como tales en Italia, España y Francia defiende -no hoy, sino desde hace décadas- el gulag).

Es especialmente significativo, pues, que quien haya tomado la iniciativa de la condena europea al Gobierno negro-azul de Schüssel-Haider haya sido el líder más duro de la derecha europea, el presidente francés, Jacques Chirac. Al que nunca se le ha pasado por la cabeza cuestionar la legitimidad de Gobiernos con presencia comunista. Y que, es más, ha preferido y prefiere la derrota electoral (contra la alianza de socialistas, comunistas y verdes) antes que aceptar los votos de Le Pen, el Haider de su país. Pero quizá sea más significativa la postura intransigente contra Haider y contra Schüssel -cuyo partido ha sido suspendido por el Partido Popular Europeo- del español Aznar, el líder más a la derecha de Europa por historia política. Más a la derecha, pero en el horizonte de un ADN y una Grundnorm que no puede no ser antifascista.

Es inútil objetar que el fenómeno Haider es la respuesta a las fechorías de la partitocracia austriaca, ya sea socialdemócrata o democristiana, a sus acuerdos de partición y reparto. Totalmente cierto. Pero una respuesta a la degeneración partidocrática que se llame Haider (con sus hechos, aunque hechos de palabras) es una respuesta fuera de la democracia, y la democracia europea tiene el deber de desterrarla.

El mismo deber tendría la democracia austriaca (democracia que, repitámoslo una vez más, no se limita al principio de mayoría). Pero ¿no corre el riesgo la decisión europea de favorecer precisamente a Haider y a su nacionalismo xenófobo? En un futuro inmediato, desde luego que sí. Pero justo después, no. Si Europa es coherente aplicará todas las sanciones necesarias (simbólicas, diplomáticas, políticas, culturales), la mayoría de los austriacos acabará rápidamente por elegir la democracia, repudiar a Haider y saldar las cuentas con su propio pasado (de adhesión casi unánime al nazismo) hasta ahora removido.

Porque el enfrentamiento no es entre Europa y Austria, sino entre dos Austrias: la Austria que antepone el nacionalismo a la democracia y la otra Austria, que se toma en serio el fundamento de la democracia, la dignidad igual de cada ciudadano. Si Europa callara, traicionaría y condenaría a esta "otra Austria", a la Austria de la democracia.

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