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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Fracasar mejor JORDI PUNTÍ

Por increíble que parezca, en este país multicolor (en donde, recordémoslo, nació una abeja bajo el sol que fue famosa en el lugar por su alegría y su bondad) existe una Casa del Traductor. Fundada en 1988, se encuentra en la pintoresca ciudad de Tarazona y tiene hermanas gemelas en parajes no menos singulares que el aragonés, como Arles, en Francia; Norwich, en Gran Bretaña, y Procida, en Italia. ¿Cuál es la misión de la Casa del Traductor? Pues, según cuentan en su tríptico informativo, "contribuir a la realización de proyectos de traducción que destaquen por su valor literario, su carácter innovador o su aportación al diálogo entre culturas".Este ideario lo llevan a la práctica mediante la concesión de becas, la organización de congresos y la cuidada edición de algunos textos, pero también abriendo las puertas de su casa para que los traductores, que suelen ser chicos pálidos y solitarios, a menudo resignados a trabajar desde el anonimato más feroz, salgan de casa, vean la luz solar y se relacionen con sus semejantes en un lugar idílico. Como si fuera una casa de colonias o un albergue, se reúnen allí intérpretes y trujamanes de sitios lejanos que, en las sobremesas de las comidas o en las horas muertas en el bar (siempre las hay), hacen algo muy propio de los traductores: encuentran una lengua común, para que lo entiendan todos, y discuten apasionadamente durante horas y horas sobre, por ejemplo, el matiz de una palabra en no sé cuantas lenguas, o sobre la endiablada adecuación fonética de cierto poeta muy proclive a la aliteración.

Una de las iniciativas más felices de la Casa del Traductor es la publicación de cuidadas plaquettes literarias de traducciones al castellano. El pasado día 18 se presentó en el Círcol Maldà, de la calle del Pi, la última de estas ediciones: A vueltas quietas, de Samuel Beckett -traducido por Miguel Martínez-Lage-, un texto breve y hermético, de lectura nada fácil, que fue el último que el autor irlandés publicó en vida, en 1988. En la calidez de ese teatro de bolsillo que es el Círcol Maldà, y ante un público formado esencialmente por traductores en reposo, la presentación gravitó en torno a la lectura del texto de Beckett. Acompañados por la breve música de un acordeón, el actor Richard Collins-Moore y el poeta Víctor Obiols leyeron (o declamaron, o dijeron, o recitaron, no hay una palabra exacta), respectivamente, el texto en inglés y su versión en castellano. En el silencio y la penumbra de la escena, poco a poco las extrañas palabras de Beckett tomaron cuerpo y ritmo y nos fueron envolviendo como uno de esos densos vapores brumosos dublineses. "Una noche, sentado a su mesa con la cabeza entre las manos, se vio levantarse y marchar. Una noche o un día. Pues cuando se apagó su luz no quedó a oscuras", así empieza A vueltas quietas, y lo cierto es que luego no sucede mucho más: las frases son como bucles que van dando vueltas a la situación y te envuelven (sobre todo escuchadas en voz alta), no sin arrastrarte hacia la duda, no sin contagiarte una cierta desazón. Aunque parezca imposible, llega entonces el final del texto, y por encima de la lacónica sentencia que lo cicatriza -"Ay, que todo termine"; "Oh all to end", en inglés- uno ve al propio Beckett sentado frente a una mesa con la cabeza entre las manos, abandonándose, en alguna parte de la residencia de Tier Temps, en París. Pero no es un Beckett hundido, es más bien un rostro sereno, surcado por las arrugas como una cama deshecha (en la expresión de Auden), que ya no mira; es un Beckett que por fin tiene la información, quedan sólo algunos detalles por resolver; esperar a que pasen los días y todo habrá terminado.

Después de la intensa lectura de los textos, en el Círcol Maldà el protagonismo fue para el traductor. Mostrando en todo momento su amor por Beckett, Miguel Martínez-Lage contó algunas de las dificultades de la traducción, empezando por el título y continuando por ese ritmo escanciado de la prosa del irlandés, y después asumió el gran reto: someterse a las inquisiciones de los otros traductores, esto es, ver como tu trabajo de meses es analizado en minutos, sin piedad. Se habló de la posición exacta de la cabeza entre las manos, del preciso sonido de unas campanadas, del uso de los interrogantes. Martínez-Lage recordó entonces que Beckett concebía la escritura como un fracaso continuado que había que perseguir: "Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor", escribió en alguna parte. Y en ese momento decidí que los traductores deberían -deberíamos- tomar esa frase como nuestro lema: "Fracasar mejor".

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