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Sobre el mito de la sociedad civil JORDI SÁNCHEZ

Uno de los tópicos más recurrentes sobre la realidad catalana es el que hace referencia a la existencia de una sociedad civil especialmente activa y organizada. Probablemente la inexistencia de una estructura de poder político propio para Cataluña y especialmente la predisposición contraria que las estructuras del poder político español han tenido hacia algunos aspectos propios de Cataluña (como la lengua y la cultura) durante buena parte del siglo XX han originado una sensibilidad especial en la sociedad catalana. Es cierto que las coordenadas históricas han podido alimentar una dinámica en la cual la sociedad catalana ha desarrollado unos mecanismos de autoprotección (por ejemplo, en el terreno cultural y político) o simplemente de autopromoción (en el ámbito industrial y comercial) con el objectivo de corregir el desequilibrio que la ausencia de unas estructuras propias de estado provocaban. La constatación de que Cataluña dispuso de una sociedad moderna con bastante antelación a la modernización de la sociedad española probablemente también contribuyó a alimentar esa imagen de la sociedad civil catalana como la panacea o el modelo a seguir. La cuestión que hoy debemos plantearnos es hasta qué medida esa imagen sobre nuestra sociedad sigue siendo válida.Para empezar, deberíamos aceptar la gran ambigüedad que se esconde detrás del concepto de sociedad civil. Cuando alguien utiliza este término nadie sabe a ciencia cierta a que se está refiriendo. ¿Estamos hablando del empresario de Terrassa o de la ONG de L'Hospitalet que impulsa un trabajo a favor de los derechos humanos? Esas dos realidades pueden ser consideradas como sociedad civil a pesar de que lo único que las une es la característica de no ser administración pública o poder político. Así pues, si aceptamos la definición clásica de que sociedad civil es todo aquello que no se corresponde con el Estado, nos será fácil llegar a la conclusión de que un cajón de sastre de tal dimensión no sirve para determinar con precisión una realidad. La propia ambigüedad del término es la que sugiere una utilización más prudente y menos frecuente de la que se suele hacer habitualmente de término sociedad civil.

Hace pocas semanas se presentaba a la opinión pública un estudio impulsado por la Secretaria General de Joventut de la Generalitat y realizado por la Fundación Ferrer i Guardia donde se ponía en evidencia la falsedad de algunos aspectos centrales que han venido alimentando el mito de la sociedad civil catalana. El estudio, o una parte del mismo, se centraba en las actitudes participativas y asociativas de la juventud catalana. Una de las conclusiones ponía de manifiesto que no sólo la participación es escasa, sino que estamos en niveles asociativos inferiores a otras sociedades. Este estudio representa, pues, un duro golpe a ese mito al que me he venido refiriendo a lo largo del artículo. No sólo la sociedad catalana puede no ser realmente lo que hemos creído todos que era, sino que incluso sociedades de nuestro entorno más immediato pueden disponer de un capital social asociativo mucho más dinámico y más rico que el nuestro. Es verdad también que el panorama en el resto de España no es extremadamente mejor y que en general la debilidad de las prácticas asociativas es también considerable. Otro trabajo de reciente aparición, coordinado entre otros por Joan Subirats, pone las bases para un conocimiento de esa realidad social en las comunidades autónomas, y llega a conclusiones que sin ser derrotistas sí dibujan un escenario poco articulado de la sociedad.

Uno de los factores que podrían explicar parcialmente ese escenario nos llega del lado de los valores y más genéricamente de la cultura política. Posiblemente a nuestra sociedad le falta confianza en ella misma y a la vez confianza en los resultados que una cooperación asociativa puede provocar. Es cierto que el asociacionismo es bajo porque falta también una cierta ambición personal en el diseño y la consecución de objetivos de interés común. Pero también es verdad que hay una gran desconfianza sobre los mecanismos de funcionamiento del sistema político en general y de la capacidad que cada uno puede tener -solo o asociado- para influenciar. Los partidos y las instituciones políticas tienen un bajo reconocimiento entre la población, especialmente entre los jóvenes, y aunque pueda parecer contradictorio, instituciones de origen y funcionamiento no democrático, como el Ejército o la propia Iglesia, disponen de mayor credibilidad que las instituciones de gobierno y los actores políticos. No hay soluciones rápidas ni fórmulas mágicas para corregir esta situación, pero un instrumento útil lo podemos encontrar en el ámbito de los valores y las actitudes que de éstos se desprenden. No creo que sea posible una revitalización de la sociedad en su vertiente organizativa si no somos capaces de plantar abiertamente una batalla en el ámbito de los valores democráticos. En cierto modo estoy planteando un debate de naturaleza política y fuertes implicaciones ideológicas en la medida en que lo que está en el fondo de la cuestión es el modelo de democracia que queremos construir. Es posible vivir en democracia sin que ello implique una gran participación ciudadana. Formalmente bastaría con disponer de unos mecanismos para elegir gobierno conocidos y a disposición de la ciudadanía mayor de edad. En verdad algunos países tienden a gran velocidad a convertir los sistemas democráticos únicamente en mecanismos de elección democrática de gobierno. Pero ante este modelo también podemos anteponer otros, donde el objetivo no se limite a la creación de gobierno sino a la consecución de una participación más activa. Para ello se requiere que la política sea realmente socializada y no monopolizada por unas instituciones y unos pocos actores. Y más concretamente que las instituciones políticas acepten que sin el concurso de la ciudadanía sólo pueden aspirar a administrar, pero no a generar entusiasmo ni a profundizar ni multiplicar la aportación ciudadana en la definición y concreción del bien público, aspecto central de una determinada concepción de la democracia.

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