La horca madrileña
Siempre tuvo fama de acogedor el pueblo madrileño, y lo mismo vitoreaba a los reyes que le acogotaban con impuestos y levas militares que abucheaba, silbaba y denostaba a quienes intentaban librarle del yugo, especialmente si iban camino del patíbulo. Tierno pueblo que se entretenía y divertía con los autos sacramentales, la quema de herejes -muy poco frecuentes, en honor a la verdad- y las ejecuciones públicas en la plazuela de la Cebada. Debería considerarse como un gran avance en la sensibilidad popular el artístico gusto por las corridas de toros, a las que, digo de pasada, soy aficionado.Queda como dato estadístico que antes, hace más de un siglo, casi nadie era natural de Madrid. La gente venía de fuera a este rompeolas de paletos, y los que aquí nacían, si no eran de alta cuna o condición afortunada, rara vez abandonaron sus murallas. El madrileño no ha sido emigrante, pero sí anfitrión de forasteros. Y destino de algunos.
Hoy no se conmemora, ni se ha hecho nunca, la última jornada de quien aquí vio la última luz, como tal ocurrió un 7 de febrero de 1852. No es difícil imaginar la mañana que ahorcaron al cura Merino, un riojano liberal que, como tanta gente, entraba y salía del exilio al que tan adictos somos. Tras una vida aventurera, aquel hombre que, como tantos, peleó contra los franceses, protectores de la regia familia borbónica, estaba infectado de ideas revolucionarias, envés de un estamento religioso sumiso o fanático. Fueron muchos los sacerdotes que se tropezaron con la idea de la libertad y algunos entregaron por ella sus vidas.
Tras haber dado tumbos, guerrillero a los 20, conspirador más tarde, emigrado forzoso en Francia, colgaba los hábitos y los recuperaba con parejo entusiasmo. Aquel 2 de febrero -no arriesgamos gran cosa si decimos que fue un día frío-, el capellán de la iglesia de San Sebastián, semiesquina a la calle de Atocha, pensó llegado el momento de acabar con un símbolo. Iba la reina Isabel II a dar las gracias por el parto de una de sus infantas y a su paso le salió Martín Merino. El ademán -tan frecuente- era de quien quiere entregar una súplica y la vestimenta permitió que se acercase a la soberana. La asestó una puñalada en el costado derecho -dicen las crónicas-, lo que permite sospechar que era zurdo. Fue prendido sin resistencia y, cinco días después, no ofreciendo síntomas del menor arrepentimiento, cabalgaba un borriquillo por la calle de Toledo, donde esperaba la horca. El camino estaba orlado con la buena y sencilla gente de Madrid, que le injurió copiosamente a lo largo del trayecto sin retorno. Como era costumbre en estos casos -hoy convertido en moda macabra-, el cuerpo fue quemado y las cenizas esparcidas sobre una tumba del cementerio general. Fue hombre afortunado: le tocaron 25.000 pesetas en la lotería, aunque eso ocurrió tiempo atrás.
El espectáculo, también en honor a la verdad, se prodigaba poco. Es posible que la demanda hubiera propiciado una temporada de suplicios parecida a la taurina de San Isidro, pero quizás era políticamente aconsejable espaciar el espectáculo. Casi 30 años antes -sólo los más viejos de la localidad lo recordaban-, el mismo trayecto lo hizo un asturiano que fue guardia de Corps a los 22, también luchó contra los franceses, ascendió a capitán, expresó ideas incorrectas, conoció -como toda persona que se preciase- también el exilio en Francia, Inglaterra y Alemania y equivocó las fechas, pensando llegada la hora de la emancipación popular. De estos percances está llena la historia de aquella época: sublevaciones, amnistías, promoción profesional, nuevos alborotos y persecuciones, y así Rafael de Riego y Núñez llega a mariscal de campo y capitán general de Galicia y Aragón, diputado por su tierra y autor del grito de Cabezas de San Juan. Sus seguidores, numerosos al principio, le fueron abandonando, hasta que cayó en manos de la justicia. Tuvo menos suerte que el cura Merino, porque al exitoso militar, condenado a muerte, le llevaron atado y sentado en un serón que arrastraba un asno hasta la típica plaza de la Cebada, donde le pasaron la soga por el cuello. También le escoltó el jocundo pueblo de Madrid, tan escaso de diversiones populares.
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