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La Iglesia pide perdón por quemar vivo a Giordano Bruno, pero no lo rehabilita

Roma dedica un mes de homenajes al filósofo ajusticiado por la Inquisición en 1600

El cardenal Paul Poupard hizo ayer el primer acto de contricción del Jubileo, en nombre de la Iglesia católica, al lamentar la condena a la hoguera del filósofo napolitano, Giordano Bruno, quemado vivo por sus teorías heréticas el 17 de febrero de 1600 en la plaza romana de Campo dei Fiori. La condena "es una acción de la que la Iglesia se arrepiente pidiendo perdón a Dios y todos los hermanos", dijo el purpurado. Este reconocimiento hacia el fraile dominico que puso en duda los misterios de la Encarnación y de la Trinidad y calificó de magia los milagros de Jesús no supone una rehabilitación.

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La Iglesia se adelanta con esta admisión de culpa a la gran ceremonia del perdón que celebrará el Papa el próximo 12 de marzo. La figura de Bruno, simultáneamente, es protagonista en Roma de numerosos simposios, montajes de teatro, conciertos y exposiciones; se reeditan algunos de sus escritos, y aparecen varios libros sobre la vida y obra de quien pagó con la vida ser un precursor del pensamiento racionalista.El cardenal Poupard está de acuerdo en que ha llegado la hora de admitir el error, porque la redención llega con la historia y porque "la verdad vive de verdades", ha dicho. Para resaltar esta posición, Poupard -presidente del Consejo pontificio de la Cultura- hizo esas declaraciones en la presentación, en la sede de la revista de los jesuitas Civiltà Cattolica, de un libro sobre el fraile dominico: Giordano Bruno nell´ Europa del Cinquecento, de Saverio Ricci, un texto acorde con el sentir actual de la Iglesia.

El libro sostiene, a través de una bien documentada exposición, que Bruno fue juzgado por un tribunal de la Inquisición serio y ponderado que buscaba desesperadamente obtener un mea culpa del acusado, con el propósito de poder absolverle de las acusaciones. La obra presenta al fraile, nacido en Nola (Nápoles) en 1548, como un personaje de carácter egocéntrico e indómito, que se enfrentó a todas las autoridades religiosas de la Europa de su tiempo y que criticó todos los grandes acontecimientos de la época, empezando por la conquista de América.

No en vano, tal como ha recordado Poupard, Bruno fue excomulgado no sólo por los católicos, sino también por calvinistas y luteranos. El dominico lanzó algunas de sus acusaciones más duras precisamente contra la Reforma protestante. Enseñó en la Sorbona de París y en la Universidad de Oxford, pero encontró opresiva la Inglaterra de Isabel I, donde, según la reconstrucción de Ricci, causó espanto su defensa a ultranza de las teorías de Copérnico, el astrónomo polaco que había establecido la primacía del Sol sobre la Tierra.

Sin embargo, sería la República de Venecia, único pedazo de tierra italiana libre de la dominación española y de la Papal, la que pondría fin a la carrera y a la vida del filósofo, entregándolo a la Inquisición romana. Los editores venecianos estaban quejosos de las pérdidas que sufrían a causa de la estricta política prohibicionista de la Inquisición con su Índice, que les impedía editar centenares de libros. Al parecer, obtuvieron algunas sustanciosas contrapartidas por entregar a Roma al reo.

Pero si Ricci sostiene que Bruno fue quemado en parte por su obstinación, por no querer someterse a la intolerancia, las actas del proceso, en el que tuvo una nefasta influencia el jesuita (más tarde santificado) Roberto Bellarmino, hechas públicas en 1942, demuestran lo contrario. A través de los fragmentos de aquel farragoso juicio, recogidos ahora en otro texto, Giordano Bruno. El proceso y la condena, que acaba de publicar la editorial italiana Erética, bajo el lema Libera nos ab doc Iubileum, se percibe un hombre abrumado por el peso de las acusaciones, sumiso y capaz de admitir lo que le pedían los jueces para evitar la condena. Un hombre dispuesto a retractarse que se disculpa por haber sostenido opiniones tales como la relativa venialidad de los pecados de la carne. En un gesto desesperado, el filósofo intentó una mediación del papa Clemente VIII.

Bruno moriría en la hoguera en medio de los fastos del Jubileo del 1600, incrédulo y aterrado, probablemente, ante su propio destino, en una Roma espléndida en la que comenzaban a despuntar palacios y templos barrocos.

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