Minifundios
La Consejería de Agricultura acaba de presentar un plan para erradicar el minifundismo de la Comunidad Valenciana. Parece ser que la estructura actual de las parcelas dedicadas al cultivo de cítricos no es competitiva y que resulta necesario agruparlas. Se prometen incentivos fiscales, créditos sin interés y otras facilidades. Como este proyecto no es la típica genialidad de un político -¡ay!, ellos / ellas y sus ideas: son para echarse a temblar y en plena campaña electoral más aún-, sino que responde a un viejo clamor de los agricultores valencianos, habrá que felicitar a sus impulsores por hacer gala de una buena dosis de sentido común.No obstante, el minifundismo es algo más que uno de esos conceptos rurales que a los urbanitas -más de las tres cuartas partes de la población, y la cosa aumenta- nos suenan a chino o, como mucho, a una aburrida clase de Geografía en los años escolares. El minifundismo fue una característica histórica de la Comunidad Valenciana y ha llegado a ser un peligro, el mayor peligro, para su desarrollo actual. Porque en la España medieval lo normal fue que los minifundios floreciesen en las tierras cristianas del norte y los latifundios en los territorios arrebatados a los moros en el sur. La pobreza llevaba a los hijos de los agricultores minifundistas a enrolarse en los ejércios feudales.
Cuando las ricas tierras meridionales iban cayendo en manos cristianas, el rey premiaba a los nobles de su ejército con inmensos territorios, que iban a cultivar en régimen de semiesclavitud sus soldados y los descendientes de los mismos. Así ocurrió en la Mancha, en Extremadura, en Andalucía..., y así de mal está repartida todavía la tierra en estas regiones. El desastre de las peonadas ficticias que se pagan con fondos de la UE -humillante para los beneficiarios y funesto para el desarrollo de una cultura del trabajo y de la iniciativa personal-, tiene su origen en el latifundismo medieval, que la desamortización de Mendizábal no sólo no arregló, sino que contribuyó a empeorar. Pero el tejido social que conformó la Comunidad Valenciana estaba hecho con hebras diferentes.
Los repobladores del Reino de Valencia constituyeron minifundios desde el principio y así lo refleja el Llibre del Repartiment, seguramente porque la estructura jurídica de los territorios catalanes y aragoneses de donde procedían reservaba la herencia para el primogénito y estos segundones no vinieron aquí como soldados de un ejército feudal sino con el propósito manifiesto de abrirse un espacio propio.
Esa época ya pasó y, aunque los valencianos harían mal en despreciar el minifundismo como concepto histórico ligado a su sentimiento comunitario, los nuevos tiempos piden la concentración de la propiedad. También sería curioso que, mientras en la aldea global las multinacionales se fusionan con cifras de billones de dólares, los pequeños agricultores valencianos se resistiesen a unir su campo al del vecino para que en total sumen unas pocas hanegadas. Lo malo es que el pasado pesa mucho y que este proyecto se enfrenta a viejas costumbres profundamente ancladas en el inconsciente colectivo. No nos engañemos, los valencianos somos minifundistas porque somos individualistas. Y esto no es privativo del campo: ocurre en todos los demás sectores de la actividad industrial y cultural. En torno a Elda se concentra el sector europeo más importante del calzado: sin embargo tan apenas existe coordinación entre lo que no dejan de ser pequeñas empresas familiares, de manera que basta un estornudo de los EE UU, nuestro principal comprador, para que todo el sector quede sumido en la precariedad laboral. En torno al triángulo Alfafar-Benetússer-Sedaví hay un verdadero imperio de fábricas de muebles, único en España: sin embargo, cualquier hipermercado se permite competir con él a base de -malos- muebles hechos en otros países, porque no existe coordinación ni una cultura empresarial globalizada. Hasta el caso del eje Villarreal-Onda, la ruta de oro de la cerámica, tiene sus problemas y en los últimos años han tenido que cerrar muchos pequeños hornos artesanales dejando a las familias propietarias en paro al tiempo que, paradójicamente, el sector crecía sin medida y la comarca empezaba a importar mano de obra.
Pero esta insolidaridad, este mirarnos el ombligo, todavía es más grave en el aspecto social y cultural. Si algo no existe aquí es una cultura valenciana compartida por todos, de la que todos se sientan orgullosos y a la que estén dispuestos a defender. Mientras los valencianos no sepan hacer respetar su lengua y algo tan elemental como nombrar un organismo regulador para la misma sea un problema insoluble, mientras la región española más productiva en casi todos los ámbitos artísticos -y desde luego en las artes plásticas o en las escénicas- vea cómo sus talentos huyen a Madrid o a Barcelona y cómo esto sigue siendo provincias, mientras perdure ese desesperante minifundismo de la inteligencia y de la sensibilidad, es imposible que la nave eche a andar.
O lo social. Puestos a hacer concentración parcelaria, ¿por qué se consiente que tantas y tantas calles empiecen con farolas y con parterres en los barrios ricos y terminen en descampados llenos de basura en los pobres? ¿Acaso no existen planes de eliminación del minifundio dispuestos a equiparar la enseñanza pública y la privada no sólo a efectos de derechos del centro, lo que ya se anuncia, sino también de sueldo y horario del profesorado, de instalaciones y equipamientos, de selección del alumnado? Tengo la impresión de que los profesores de la privada firmarían en seguida por tener los sueldos y el horario de los de la pública y que los de ésta se darían con un canto en los dientes para disfrutar de los alumnos de aquella, alumnos escogidos, a los que se les puede exigir disciplina y trabajo. El mal, claro, no es exclusivo de la Comunidad Valenciana, pero también es verdad que en pocas regiones hay tantos colegios privados como en esta. Conque ya ve, señora consellera de Agricultura, que lo del minifundismo tiene más miga de lo que parece. ¡Qué más querríamos que le aumentaran las competencias de su departamento!
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es
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