Reivindicación del tabú
JAVIER UGARTE
El término tabú viene del inglés "taboo". A los británicos les llegó a través de los relatos de James Cook, el capitán Cook, quien a su vez lo había escuchado en las Islas Tonga -a las que él llamó Amigas-, en el Pacífico sur. Los isleños lo empleaban para referirse a actos o cosas estrictamente prohibidos en su cultura/religión (como tocar el cuerpo de un recién nacido o de un jefe) bajo la admonición para el infractor de convertirse él mismo en tabú, un ser impuro, apestado. Otro James, el antropólogo James Frazer, lo estudió sistemáticamente a finales del XIX. Desde entonces, el término forma parte de nuestro acervo y sirve para referirse a lo innombrable en nuestras culturas de siempre, a lo manifiestamente indecente, a lo moralmente repulsivo.
Para nosotros, hijos de la revolución libertaria del 68, formados en la idea de una sociedad permisiva y desinhibida, los tabúes siempre han tenido una connotación negativa. La nuestra debía ser una sociedad sin tabúes ni prohibiciones. En una sociedad secularizada, no eran concebibles actos sucios o sacrílegos, de manera que todo lo que viniera dictado por la libertad individual era legítimo. Los tabúes oscurecían los temas y coartaban nuestra libertad. No los queríamos ni para transgredirlos, como lo hacían las vanguardias de principios de siglo (de éste, naturalmente).
Excuso decirles que tenerlos los teníamos. Recuerdo la desazón que producía ver a Dustin Hoffman enredarse con la madre de su novia en la película El graduado. Sin embargo, nadie lo comentaba. Todo el mundo salía de la sala encantado con la música de Simon y Garfunkel (aquel memorable Mrs. Robinson), aunque sospecho que también con las piernas de Anne Bancroft. Incesto, seducción del adolescente por la mujer adulta, todo ello resultaba desasosegante. Frente a esto, la defensa consistía en evitar el tema, ignorarlo, era tabú. Claro que también era tabú aceptar ser un reprimido o tener ideas estrechas, así que la cosa tenía mal arreglo. Pero, en todo caso, estábamos por una sociedad sin tabúes.
De modo que me sorprendí a mí mismo hará unos días coincidiendo con la opinión de un periodista argentino que reivindicaba la recuperación de los tabúes en este final de siglo. ¿Buenos los tabúes? Veamos. Intervenía en un programa televisivo sobre los desaparecidos de Argentina y las abuelas de la Plaza de Mayo. Tras la terrible tragedia argentina ejecutada con el consentimiento de una parte de la población, el periodista creía que sólo la radical y generalizada condena del uso de la violencia y el asesinato con fines políticos podía recuperar Argentina y equilibrarla de nuevo. Creía que la violencia con ese fin debía ser tabú en una sociedad sana. Sólo así se evitarían futuras tragedias.
Viene esto a cuento de la huelga convocada por HB para el día 27 (lo escribo el 26). No cabe duda de que será (habrá sido) manifiestamente minoritaria. Pero veo con preocupación que está siendo secundada por algunos profesores (pocos, por fortuna, pero más numerosos que en otros sectores). ¿Qué ejemplo reciben unos alumnos que ven a sus profesores apoyando a quienes han asesinado hace cuatro días? (dada la convocatoria, no cabe otra lectura; no caben interpretaciones humanitarias) ¿Con qué autoridad moral podrán trasmitir valores básicos en el aula? ¿Acaso el asesinato no es intrínsecamente perverso?
Probablemente el periodista argentino llevaba razón. También las sociedades libres, para serlo, deben marcar y fijar bien sus propios tabúes, sus prohibiciones básicas que impidan la agresión a los derechos humanos y a la libertad. Un sistema más fuerte que la ley y previo a ella. Algo que sea unánimemente aceptado y trasmitido a todos desde la infancia, en la familia y en el sistema educativo. Inquieta pensar que hay profesores que aceptan la legitimidad del asesinato para lograr un fin en política, el que sea. Esto, como el parricidio o la pedofilia, debía ser tabú en sociedades libres.
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