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"La nación elegida de Dios"

Esta proclamación del papa Pío XII en 1939 no deja lugar a dudas sobre la creencia martirial de la Iglesia española. "La nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba de que, por encima de todo, están los valores eternos de la religión y del espíritu", dijo el Pontífice en un mensaje a los españoles 15 días después del triunfo del general Franco.Reconocimiento, gratitud, apoyo: estas palabras resumen la actitud del Vaticano y de la jerarquía de la Iglesia en España durante la guerra civil de 1936 y tras la victoria del golpe militar. La Carta colectiva del episcopado es de 1937 y no tiene vuelta de hoja: la Iglesia estaba de parte de los militares golpistas y proclamó entonces, por boca del cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, "el sentido cristiano español de la guerra". Pío XII, dos años más tarde, sólo remachó el concepto.

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Pero lo peor no fue el título de la carta pastoral del primado Gomá, sino su contenido. Para que no quedase duda sobre su poca consideración cristiana, el cardenal añadía fuego de la peor manera: evocando el dolor que le producía el ver "el territorio nacional mancillado por la presencia de una raza forastera, víctima e instrumento de esa otra raza que lleva en sus entrañas el odio inmortal a nuestro señor Jesucristo".

Con esas consideraciones, que en el otro bando tenían también portavoces de igual furia aniquiladora, no ha sido difícil para los historiadores el definir la contienda civil de 1936 como una guerra de aniquilación. Por cierto, ninguno de los líderes de la Iglesia en ese trágico periodo de la historia figura en el catálogo de mártires o santificables que maneja Roma.

Pero las responsabilidades que juzgan los historiadores al referirse a la Iglesia alcanzan sobre todo a las que empiezan cuando termina el conflicto fratricida. Y es que los vencedores se comportaron durante décadas con el más miserable de los sentimientos humanos: con un implacable resentimiento hacia los vencidos. La Iglesia no supo separarse de esa corriente, y menos pararla, haciendo uso de su enorme peso social y pastoral.

Franco utilizó a la Iglesia, y la Iglesia se dejó querer por aquel caudillo, del que obtuvo generosos beneficios económicos en años de terribles penurias para el pueblo. La imagen de todos los obispos españoles acompañando al omnipotente dictador en la inauguración del Valle de los Caídos el 1 de abril de 1959, aniversario de la victoria, junto a 10.000 alféreces provisionales, vale por todas las palabras.

Para colmo, algunos prelados eran procuradores en Cortes o consejeros del régimen, de forma que esa consideración de "cruzada" fructificó durante años y llevó a la Iglesia a ignorar, cuando no a impulsar, la implacable represión de los vencidos, muchos de los cuales eran también católicos. Las innumerables víctimas ahora consideradas como mártires que tuvo la Iglesia durante la guerra civil no disculpan esas actitudes de colaboración con una dictadura criminal. Fueron ésas las consideraciones que se hizo el papa Pablo VI cuando ordenó paralizar los procesos de beatificación que ahora vuelven a ponerse en marcha.

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