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ETA VUELVE A MATAR

"Sabía que había que volver a mirar debajo del coche"

El coche bomba que se llevó ayer por delante la vida del teniente coronel Pedro Antonio Blanco estalló en el distrito de Arganzuela, en plena colonia militar de Virgen del Puerto, un barrio de Madrid especialmente castigado por ETA y en el que algunos residentes estaban alerta desde que la banda terrorista anunció la ruptura de la tregua. Una vecina, María del Val, de 51 años, esposa y madre de militares, lo recordaba ayer, en medio de la confusión y las ambulancias. "Hace dos o tres días que empecé a decir a todo el barrio, y a mi marido y a mi hijo, claro, que había que volver a mirar por debajo de los coches". En el momento de la explosión, Del Val y su esposo aún no se habían levantado. "Estábamos hablando. Le dije a mi hijo, que se acababa de levantar, 'tápate que hace frío', cuando oímos la explosión: la cama se movió como si hubiera un terremoto y se llenó todo de cristales: la cama, las paredes, el suelo... La escayola de los techos se rompió y las puertas se rajaron. Fue un ruido seco, fuerte. Yo supe, ya entonces, que era un atentado, porque en este barrio...". La vivienda de Del Val está enfrente del lugar elegido por los terroristas para aparcar el coche-bomba. "Cerca de mi casa vive el comandante [Rafael] Villalobos, que en 1991 perdió las dos piernas en otro atentado, y es que si no es a uno es a otro...", añadió la mujer.La bomba estalló poco después de las ocho de la mañana con tal potencia que algunos pedazos de chatarra llegaron volando hasta la terraza de un séptimo piso. A esa hora, Ana María Manzanares, que regenta una mercería situada a apenas 10 metros del lugar de la explosión, se dirigía su trabajo. "Fue un semáforo. Si no llega a ser por un semáforo yo hubiera estado en mi tienda, porque siempre estoy ahí a las ocho, cosiendo". Ana María, con un cubo en la mano, observaba cómo su mercería se había convertido en un revoltijo tiznado de escombros y cristales rotos. "No tengo miedo", decía, "si algo tiene que pasarte pues te pasa; además, si algo tenía que pasarme, era hoy [por ayer] y mira, gracias al semáforo no me ha pasado". Y sin esperar a los bomberos, comenzó a recoger, con cuidado de no cortarse, algunos de los objetos esparcidos por el escaparate: una cadenita, carretes de hilo, un alfiletero...

El segundo coche-bomba, una trampa habitual que utilizan los terroristas para facilitarse la huida, estalló a las nueve menos cuarto a apenas 20 metros de la guardería Jardiimar, en la calle Cobos de Segovia, en la que se encontraban en ese momento 34 niños menores de cinco años.

Además del tremendo susto inicial, la tensión creció cuando la policía alertó de que podía haber un tercer coche con explosivos y ordenó al personal de la guardería que agrupara a los pequeños en la habitación más alejada del exterior mientras se procedía a la voladura controlada del vehículo. Para entonces, muchos padres y abuelos del barrio intentaban acercarse al centro infantil para recoger a los críos, pero los agentes les retenían al borde del cordón policial ante el temor de nuevas explosiones, lo que desató escenas de nerviosismo. Esa tercera explosión no llegó a producirse. El vehículo sospechoso era de un vecino y en su interior sólo había 10 sacos de arena.

Los nervios y las lágrimas se desbordaron cuando la policía permitió, por fin, el desalojo de los niños, que hasta ese momento estuvieron entretenidos con juegos y canciones por las seis educadoras del centro. Sólo los mayores preguntaron qué pasaba. "Los hemos metido en la clase de bebés porque es la más segura, la que tiene tiene menos vidrieras y la que está más lejos del coche que iban a explotar", decía entre sollozos Virginia Fernández, directora de la guardería. Sus tres hijos, un bebé de 10 meses y dos niñas de 4 y 5 años, estaban en el centro cuando se produjo el atentado.

Durante toda la mañana, los vecinos, apiñados tras los cordones policiales, se relataban unos a otros dónde se encontraban cuando estalló la bomba, trufando la conversación de insultos a los terroristas. El panadero y el vendedor de periódicos de la calle de la Pizarra contaban que fueron de los primeros en dirigirse al coche incendiado pero la fuerza de las llamas les hizo retroceder.

A las dos de la tarde la calle recuperaba el pulso normal. El panadero y el quiosquero servían sus productos tras el cordón policial. Los barrenderos del Ayuntamiento limpiaron durante toda la mañana el suelo de la calle, alfombrado de cristales. Pocas tiendas no presentaban desperfectos: una de estas últimas, curiosamente, era la cristalería del barrio.

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La bomba afectó, según los cálculos del Ayuntamiento a 32 viviendas y más de 14 coches. Los arreglos correrán a cargo del Ministerio del Interior y los técnicos municipales confiaban ayer en que ninguna familia tuviera que dormir en hoteles.

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