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Sin peso, sin sexo, sin manchas

Cada español produce 1,2 kilogramos de basura al día, pero un norteamericano genera hasta cuatro veces más. Durante el transcurso del siglo XX, un país pareció tanto más desarrollado cuanto más restos acumulaba. El residuo era un indicador de la riqueza tal como el despilfarro alude a la opulencia o al fasto. El siglo XXI, sin embargo, se insinúa como la antítesis de esta concepción. Un país, una región, una comunidad, aparecen hoy, sin lugar a dudas, tanto más evolucionadas cuanto más disminuyen sus detritos. En Occidente, la lucha contra las basuras tiende a ser algo más que una obsesión económica o medioambiental; en el fondo de esa exasperada acción contra el desecho late una renovada idea de civilización.La era industrial fue una época donde se alumbraban grandes cantidades de materia nueva a través de grandes magnitudes de materias primas. La abundancia de los suministros, el creciente tamaño de las factorías, la fragosa combinación de humos, ruidos y vibraciones creaba un colmo identificado con el talante del progreso. Ahora, en cambio, la mejor tecnología es aquella que no se oye, la máxima conquista es la que no ensucia, la mayor eficiencia se apoya en las conexiones que no se ven. En contraste con los gigantescos ingenios de la edad industrial, la edad de la información reduce las toneladas al mínimo y los mínimos a microgramos. En el horizonte de la nanotecnología, la materia se manipulará átomo a átomo y los productos nacerán ya pulidos. La moderna nave donde hoy se trabaja está desinfectada e insonorizada, es ordenada y pulcra, allí no hay zumbidos de motores, no saltan las chispas ni se impregnan las paredes de alguna secreción. Tampoco, en consecuencia, se perciben olores, se aspiran ácidos, venenos o humaredas. Todo permanece, en apariencia, invariable en el proceso de transformación, indiferente en la tarea de servir un producto nuevo.

Más que seguir el sistema de reproducción, a la manera encarnizada de la procreación, el sistema fabril parece seguir el modelo asexuado de la clonación. Al sistema de los émbolos y las poleas sucede un paisaje de pulsaciones epicenas. Nada evoca el esfuerzo, los gastos de energía, el cruce de sustancias o los procesos de la gestación. Cada nuevo objeto aparece de súbito y como generado por un mundo inconcebido e inconcebible para perderse asimismo en la fugacidad; de una pantalla, de un holograma, de una consistencia virtual.

La producción del siglo XXI se opone a la del siglo XX como la transparencia a la opacidad. O, lo que es lo mismo: mientras el siglo XX fue desarrollándose mediante la acumulación de formas y sustancias palpables, el XXI avanza hacia la desmaterialización. Es así también como la nueva ciencia pretende alargar la vida de los seres humanos y de los entornos. La existencia llegará tanto más lejos, se cree, cuanto menos se exponga a la oxidación, se ofrezca menos al exterior, mida o pese menos. Los alimentos, las ropas, el arte, los ordenadores o los coches, los discursos, las religiones o las ideas pesarán menos y circularán con mayor facilidad. Su propia condición pulida, sin intersticios ni adherencias, favorecerá su trayectoria y su ventaja para volar.

El mundo, en general, irá despojándose de su antigua gravedad para hacerse un ámbito más sutil y volátil. El siglo XXI será, por tanto, un siglo del orden del espíritu, apto para traducir cada signo, cada voz, cada olor o cada luz en digitalidad electrónica y traspasar, sin ruido ni mancha, los múltiples contenidos de la producción. El siglo XX fue, en especial, un siglo muy histórico. Creó a lo largo de su paso una incesante y profusa sucesión de huellas y cicatrices que marcan el tiempo. Durante la centuria se transfugaron los medios fabriles, los centros rurales y urbanos, los paisajes y las megalópolis como no había sucedido con la suma de los demás siglos reunidos. Pero el siglo XXI no llega, en absoluto, con ese designio. El XXI no contamina, ni mancha, no desea marcar. Su voluntad histórica consiste, paradójicamente, en no dejar rastros.

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