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La próxima gran esperanza

Hace cuatro años, Peter C. Goldmark, hijo, presidente del Instituto Rockefeller (hoy administrador general del International Herald Tribune), entregó, tras su tercera vuelta al mundo, su informe sobre las consecuencias globales de la prosperidad de Estados Unidos. Concluía diciendo que, según todos los grandes expertos, esta prosperidad -sin precedentes- sólo tenía un límite: las reacciones que provocaba en los medios estadounidenses y en las naciones extranjeras que no se beneficiaban de ella. Recomendaba que existiese una gestión de los riesgos y que se evaluase la dimensión sediciosa de las manifestaciones de descontento.A comienzos de este nuevo año, otro estadounidense, Felix Rohatyn, embajador de EEUU en Francia, invitado a expresar sus deseos para el siglo XXI, realizó una declaración que está en la misma línea. Este diplomático, que, ante todo, es un economista, amigo íntimo de Bill Clinton y de Alan Greenspan, es responsable, entre otras cosas, de la milagrosa recuperación de las finanzas de la ciudad de Nueva York hace unos 10 años y del descenso de la delincuencia. Según él, en la segunda mitad del siglo XX, Occidente ha transformado radicalmente la condición del hombre en todos los ámbitos, incluido el de la esperanza de vida. Pero, según él, todo puede quedar comprometido si en el siglo XXI esta transformación radical no se extiende al resto del mundo.

Dicho de otro modo, para estos dos estadounidenses, lo importante en los próximos años no es tanto proseguir en la vía del progreso económico, científico y tecnológico, sino compartirlo con aquellos que están excluidos de él y que, por ello, podrían verse conducidos a destruirlo. Ni el uno ni el otro piensan, como profetiza Samuel Huntington, que los conflictos de clase y los conflictos de soberanía van a ceder su sitio a los conflictos entre civilizaciones. Ellos consideran que seguimos estando en una perspectiva de enfrentamientos entre los ricos que se vuelven más ricos y los pobres que se vuelven más pobres. Pero resulta evidente que si los enfrentamientos de clase a escala nacional o internacional se exacerban se alimentarán del nacionalismo (conflictos de soberanía) y de las afinidades culturales y religiosas (conflictos entre civilizaciones). Hoy, el islam como religión y el mundo musulmán como realidad política pueden oscilar a un lado o a otro.

Si elijo el testimonio de dos personalidades estadounidenses es porque resulta evidente, según mi punto de vista, que, a la espera de la formación de una verdadera Federación de Naciones Europeas, no hay ninguna potencia en el mundo capaz de entrar en competición real con EEUU. No es menos evidente que vivimos en un periodo de pax americana y que no habrá ningún problema en el mundo en el que, durante mucho tiempo, los estadounidenses no tengan su peso.

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Ya no hay independencia para los demás Estados. No sólo porque hemos entrado en una era planetaria, sino porque lo que se denomina "mundialización" no es más que la americanización. Desde este punto de vista, el nuevo criterio para juzgar la importancia de una nación consiste en calibrar el grado de dependencia o de vasallaje en el que se encuentra en relación con Estados Unidos.

Lo que atenúa la lógica de hegemonía de los estadounidenses es que son una democracia en la que la opinión pública desempeña un papel importante, sobre todo desde que existe la televisión. De este modo, las influencias de los diferentes grupos de presión se equilibran y, en ocasiones, se neutralizan. Además, la dimensión multicultural y multiétnica de la sociedad hace que el país sea sumamente sensible a las influencias de las naciones de origen de donde proceden las diferentes etnias y culturas. Este imperio es también por sí solo un continente que reúne a una parte de los otros cuatro. Lo único que une a este continente es, por el momento, el respeto consensual a la Constitución. Esto se denomina, según el filósofo alemán Jürgen Habermas, "patriotismo constitucional".

Por tanto, se plantea la cuestión de saber qué respuesta están en disposición de dar los responsables de EE UU a los testimonios de las dos personalidades que he citado al comienzo. Estos responsables están divididos en dos escuelas que tienen discípulos en toda Europa. Por un lado están los fascinados por la idea de que vivimos una tercera revolución económica. Hubo la de la electricidad y, posteriormente, la de la industria; hoy hay la de la comunicación con Internet y todos los multimedios. Gracias a este maná providencial, pero surgido del espíritu humano, ya no se puede pensar como antes y es muy posible que problemas que en el pasado oponían a ricos y pobres puedan algún día encontrar soluciones que reduzcan de forma progresiva el abismo que les separa.

Por otro lado hay responsables mucho menos utópicos y más en contacto con las realidades cotidianas. Hacen el recuento de los conflictos que se oponen a los sortilegios del Progreso. Ejemplos: los conflictos de soberanía nacional en África, en los Balcanes y en el Cáucaso; las guerras de religión en Cachemira, Timor y en Oriente Próximo; la aparición de la delincuencia infantil y el tráfico de drogas en millones de latinoamericanos. Sin embargo, nada de esto se puede remediar sólo con el efecto mágico del nuevo ídolo, Internet. Así pues, la verdadera revolución se producirá en las mentes de los responsables del mundo. En el modo de gestionar nuevas revoluciones. ¿Dónde se encuentra de hecho, para nosotros y para nuestros hijos, la gran esperanza reformadora? Sin un recuerdo del pasado no se puede comprender nada.

Durante cerca de un siglo, los marxistas quisieron cambiar el mundo. Sólo lograron crear imperios o superpotencias. En el siglo XIX se habría juzgado que no estaba demasiado mal. Pero ni el Imperio Otomano ni el Imperio Austrohúngaro pretendían aportar la luz de la Historia al mundo, y el sueño igualitario de la sociedad feliz, a los pueblos. Es en este ámbito, ante todo, donde fracasó el marxismo.

La democracia liberal, en su definición protestante y anglosajona, fue plebiscitada por todo el planeta tras la caída del muro de Berlín. Cuando empezó la guerra del Golfo, el presidente George Bush podía hablar en nombre de los 163 Estados de Naciones Unidas.Pasa a la página siguiente

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur.

La próxima gran esperanza

Viene de la página anterior La doctrina democrática y capitalista también pretendió, y sigue pretendiendo, dar una luz al mundo y un sueño a los pueblos. Pero esta luz es mucho más la de la libertad que la de la igualdad y el sueño es más el del éxito que el de la salvación o, en todo caso, la felicidad. Pero estas promesas, pese a ser más realistas que las de los marxistas, no son cumplidas por todos. Y aquellos que están librados a su suerte en ocasiones llegan a echar de menos el sangriento igualitarismo bolchevique.

Así pues, el envite evidente del siglo XXI es encontrar un orden regulador que pueda conciliar el Estado providencia y el Estado asistencial, la defensa de los derechos humanos y la promoción de la responsabilidad de los ciudadanos, el dinamismo de la sociedad de mercado y la ética del reparto, el culto al Progreso y la necesidad de prohibir sus derivaciones, que, en biología, se han vuelto monstruosas, y la voluntad de dominar la naturaleza, pero también la de dominar el propio dominio.

Se podrá decir que ése es el sentido de la búsqueda de un Blair, de un Jospin, de un Schröder o de un D"Alema. Pero, en definitiva, todo puede depender de EEUU. Será necesario que los estadounidenses recuerden que son unos puritanos protestantes que en su país han teorizado sobre el capitalismo nacido en países católicos como Italia, gracias al dinamismo de los mercaderes del siglo XIII y, como en España, gracias a los exploradores del siglo XV. El tiempo, decían, es dinero, y como el tiempo sólo pertenece a Dios, sólo se puede utilizar el dinero con la generosidad, la discreción y la virtud impuestas por Él. ¿Quién, en Wall Street o en casa de Bill Gates, dirá "amén"?

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