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Kohl y el comandante Redl

Le han arrebatado las medallas. Le han arrancado los galones. Le han quitado el honor en el sentido más estricto de la palabra. Exigirle a alguien que renuncie al cargo de presidente honorario resulta más humillante que una simple expulsión del partido. El siempre agasajado Helmut Kohl está, de repente, absolutamente solo en la ignominia. Todos los que eran felices con una palabra o una sonrisa suya no saben ya sino encontrarle defectos. Él no se ha defendido, lo que contradice abiertamente su naturaleza. Durante un cuarto de siglo, sus enemigos dentro y fuera del partido han sabido muy bien lo que supone que Kohl devuelva un golpe. No lo ha hecho. Todavía.Él sabe que, en buena ley, son muchos los que debieran hacerle compañía como objetivos del vilipendio diario. Son tantos los compañeros de partido que deberían sumirse en el más absoluto y vergonzoso de los silencios en vez de levantar una y otra vez el dedo acusador contra su antiguo jefe adorado. Pero todos parecen ver en la satanización de Kohl la tabla en la que salvarse del naufragio. Cabe prever que se equivocan.

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Allá en las postrimerías de la I Guerra Mundial, unos altos oficiales dejaron una pistola en la habitación del comandante Alfred Redl en un hotel vienés. Éste, de hecho, había traicionado a sus compañeros de armas. Pero la invitación al suicidio no era sólo una ayuda para la salida digna. Muerto él se le podía cargar al traidor Redl también con responsabilidades ajenas, consecuencia de la incapacidad del mando austro-húngaro en el frente oriental. Redl se quitó la vida, para alivio de sus compañeros de armas y sobre todo de quienes tenían tanta o más culpa en la mala marcha de la guerra como el espía.

Kohl no es Redl. Este renano inmenso de buen comer ni se va a suicidar ni va a hacer de cabeza de turco para todos sus compañeros que tanto se han escandalizado ante la revelación de unas prácticas de las que se vienen beneficiando todos ellos desde hace muchos años. Kohl es culpable de haber violado la Constitución y las leyes que juró defender. Las está violando todos los días mientras no revele los nombres de quienes le pagaban. Y fue él, según todos los indicios, quien organizó este amplísimo sistema clandestino de cobros y pagos. Ahora, su silencio respecto a esas manos generosas que financiaron ilegalmente a la CDU durante todos estos años sólo se explica como un intento de evitar nuevas consecuencias penales para sí mismo y otros, o como último dique para evitar que ese grupo de traficantes de armas, industrias e influencias se defiendan dinamitando lo que queda de la CDU. El traficante Schreiber ya ha advertido de que él tiene todas las cartas en la mano y que a nadie conviene irritarle mucho. Otros pueden haber manifestado lo mismo de forma más discreta.

En todo caso, Wolfgang Schäuble y compañía no se van a salir con la suya de aferrarse a la dirección del partido, echarle toda la culpa a Kohl y celebrar en abril un congreso de resurrección, como si esto hubiera sido un accidente. Toda la dirección se verá arrastrada por el maremoto cuyo epicentro estuvo en la revelación de las corruptelas de los financieros del dinero negro de la CDU. Cuanto más tarde en suceder, más probable será la implosión de la CDU y mayor el peligro de que la derecha alemana quede fraccionada. De ser así se quebraría un pilar imprescindible para la estabilidad política en Alemania y surgiría una muy inquietante interrogante para el futuro de la Unión Europea. El escándalo político comienza a adquirir características nítidas de crisis de Estado.

Que Kohl, quien con Konrad Adenauer más ha hecho para integrar a la derecha alemana en la democracia en alianza con el centrismo, sea el principal culpable de la desintegración de la CDU es un elemento más que hace de la evolución a la que asistimos una auténtica tragedia.

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