El pozo de Orson Welles
En la vieja España rural, los pozos eran el territorio de los suicidas. Pero ahora hay un pozo, al menos uno, que rompe con ese oscuro fardo heredado y es territorio de vida, un pequeño abismo vivificador, como los restos del hombre que lo habitan. Está en un lugar de Andalucía, el patio de la casona donde nació el torero Antonio Ordóñez. Dentro de él, en aguas mansas y sin luz, flotan las cenizas de un artista amigo del torero, que pidió un lugar para levantar la casa de su memoria en este iluminado rincón de la España subterránea que amó. Había leído que las cenizas de Orson Welles fueron esparcidas en algún campo abierto cercano a Ronda. Leí mal. Aún siguen juntas, son polvo a salvo del viento. El pozo sin fondo de Welles se asoma al aire libre desde un brocal de piedra grisácea octogonal, con aspecto de tronco desgajado de una gran pila bautismal situada bajo la bóveda de una umbría de enormes álamos o no se qué otro árbol gigante, como era el hombre a quien ahora dan sombra. La boca del pozo está cerrada por un estallido verde de geranios, enredaderas y pitas domesticadas. Hay en una de las ocho caras del brocal una placa rectagular de marmol negro donde se lee en letras mayúsculas doradas George Orson Welles 1915-1985.Inunda los ojos esta bella imagen desde una de las primeras páginas de un monumental número monográfico de la revista Nickel Odeon. Está dirigida por Juan Cobos, que fue amigo de Welles y sabe qué tiene en las manos cuando nos abre camino hacia dentro de lo que guarda la boca del pozo sin fondo que fue y sigue siendo aquel hombre, con quien el cine español tiene contraída una deuda impagable, que al menos simbólicamente este notable esfuerzo editorial -medio centenar de textos y ensayos de y sobre Welles, más un alarde iconográfico a lo largo de casi 500 pliegos, lo que equivale a un volumen de alrededor de mil páginas convencionales- contribuye en parte a saldar. Que filmes como Campanadas a medianoche, Mister Arkadin, Una historia inmortal y Don Quijote procedan y sean de aquí no tiene precio, pero el grano de arena de este trabajo cinéfilo que las evoca tampoco.
Sigue sin llegarse, probablemente porque no lo tiene, al fondo del pozo de Welles. Me contaba hace poco Esteva Riambau, que es de los poquísimos historiadores del cine que han tenido acceso directo a la casi totalidad del legado de los inéditos de Welles, que está acumulando y ordenando la filmoteca de Múnich, que lo que hay dentro de este indescifrable tesoro no es abarcable y asombra por su intensidad y por su riqueza. Ojalá un día Riambau nos cuente lo que vio con detalle, antes de que podamos, si es que algún día podemos, comprobar ante una pantalla la verdad de lo que cuenta. Por ahí sigue viva, porque sigue haciéndose, la ingente obra que Orson Welles dejó dispersa por medio mundo y que ahora hay gente apasionada que intenta reunir en otro vivificador pozo sin fondo que la proteja, como a sus cenizas, del viento.
Siempre, en cualquier ciudad viva del mundo, hay una película de Welles que volver a ver. Aquí han recuperado El tercer hombre y poco antes La dama de Shanghai y Sed de Mal. Pero la memoria de Welles estalla también por otros lados y se mueve en otras pantallas que no son la suya. Una de ellas es una singular película noeyorquina que aún no nos ha llegado, pero me dicen que no tardará en hacerlo. Se titula The cradle will rock y la ha realizado un cineasta, Tim Robbins, de la estirpe insobornable del hombre al que evoca, que es la de los hombres de la izquierda estadounidense que no naufragaron en sus piscinas. Reconstruye el filme la aventura de Welles en las luchas de clases del Nueva York de los años treinta, en un montaje teatral suyo para Broadway donde planeaba la sombra airada de Bertolt Brecht. Es sólo una cala en una vida que se agiganta a medida que se adentra en el pozo donde Welles comienza a dar sus últimos frutos.
Babelia
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