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Tribuna
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Retorno a las fuentes de la escena

Hay cada vez más signos de que, después de mucho tiempo de abandono o semiolvido de lo que en el pasado significó esta matriz de sí mismo, el cine está recuperando su vieja, y en realidad primordial, conexión con la escena. Hubo, y hay todavía -aunque esta aberración, otrora muy abundante, comienza por suerte a ser ya más escasa- en el purismo cinefilista, un calco mimético, vacío y estéril del pensamiento de Robert Bresson, que considera la llamada desde la pantalla a las antiguas leyes del teatro como una amenaza para la identidad del lenguaje cinematográfico. El daño que esta forma de amor al cine ha hecho a lo que dice amar es incalculable, pero hoy, y desde hace algunos años, se está haciendo cada vez más visible una avanzadilla de cineastas (pongo por caso a Mike Leigh, David Mamet, Theo Angelopoulos, para entendernos), que en su busca de caminos futuros recuperan con decisión y energía, sin reservas de purismo cinefílico, el teatro como inagotable fuente de cine.

Aunque el territorio de esta aventura del cine actual es casi siempre europeo, la última película de esta estirpe nos llega (eso sí, dirigida por un británico) de Estados Unidos. Se titula American beauty y no dudo en considerarla la obra más singular, enérgica y abierta al cine que viene que nos ha proporcionado últimamente el cine norteamericano. Y si el director, Sam Mendes, hasta ahora desconocido en las pantallas, no tiene otro aval que su experiencia en los escenarios londinenses, en cambio el asombroso guión y el no menos asombroso reparto que lo da carne sólo son imaginables procedentes del cine estadounidense, sobre todo el de sus fértiles cunetas independientes, que es donde los grandes actores de ahora pueden, ya que Hollywood se lo niega, dar la medida de su talento, y, en el caso de Kevi Spacey, de su genio, un teatral vertido al cine.

Prodigio interpretativo

El prodigio interpretativo de American beauty, como el de su escritura y su dirección, no es en ninguno de sus aspectos relevante ajeno al teatro. Todo lo contrario, es un prodigio impensable de espaldas a esa teatralidad cinematográfica pura que alcanzaron los grandes del cine del Hollywood clásico que supieron beber en las fuentes de Broadway, desde Rouben Mamoulian y George Cukor, a Elia Kazan y Orson Welles. Y basten estos cuatro nombres, sagrados en la historia del cine, para delatar las alturas sobre las que se mueve esta terrible y hermosa, cruel y divertida radiografía de algunos vivísimos prototipos de pobladores del pudridero social y moral de un, entre tantos otros, rincón sin lugar ni horizontes de las clases medias altas estadounidenses.

La película turba y perturba, arrastra y apasiona. Su juego de actores alcanza la hondura y la intensidad del cine que ha sido madurado y redondeado dentro de las rutas interiores de un escenario. Y la mano de Mendes, y el rostro de Spacey y Annette Bening, y el reparto entero, son un regalo para el recuerdo de esquinas olvidadas del itinerario del gran cine, del cine indispensable.

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