La maraña del 'Erika'
El hundimiento del petrolero Erika, partido en dos frente a las costas bretonas, ha vuelto a poner de manifiesto el acuciante problema del control del transporte marítimo de crudo y las dificultades con que tropiezan jueces, Gobiernos y daminificados a la hora de depurar responsabilidades y fijar indemnizaciones.El Erika enarbolaba bandera maltesa, era propiedad de un armador italiano, lo explotaba temporalmente la sociedad Selmont International, había sido fletado para la ocasión por la compañía franco-belga TotalFina y su tripulación estaba contratada por una empresa india. Una espesa maraña de firmas interpuestas y sociedades pantalla que va a hacer insondable la tarea de la justicia. Pero, al mismo tiempo, es muy comprensible que la marea de indignación desatada por el vertido, que ha contaminado ya 400 kilómetros del Atlántico francés, no se conforme con el procesamiento del capitán del barco, probablemente tan sólo un chivo expiatorio en ese mundo de competencia feroz entre intereses económicos a los que les importa poco la preservación del medio ambiente.
El Erika llevaba bandera de conveniencia y era de un solo casco, circunstancias ambas que acostumbran a ir fatalmente unidas. Desde los desastres provocados por el Amoco-Cádiz en las mismas costas bretonas, el Urkiola (hundido cerca de A Coruña) y tantos otros, las compañías petroleras han renunciado a transportar el crudo en sus propios barcos, trasladando esa responsabilidad a empresas que explotan sus buques hasta límites peligrosos y arriesgan la vida de sus tripulaciones, razón por la que enmascaran y diseminan sus responsabilidades en una sucesión inacabable de subarriendos. A ello se debe que el volumen de mercancías peligrosas transportado bajo banderas de conveniencia, con las ventajas fiscales que ello comporta, no pare de crecer, como tampoco cesa de envejecer la destartalada flota mundial de petroleros.
Es posible que el presidente de TotalFina tenga razón cuando invoca el derecho internacional para subrayar que, desde el punto de vista de la legalidad, la responsabilidad de un naufragio y de los daños de todo tipo que provoque recae exclusivamente sobre el armador. El problema es que una cosa es la culpabilidad legal y otra la responsabilidad moral, habida cuenta de que son las poderosas compañías petroleras las que, en último término, controlan ese tráfico encomendado con tanta frecuencia a incunables flotantes. En el caso francés financian incluso en parte el máximo órgano consultivo del Gobierno en materia de contaminación marina, el CEDRE, que minimizó el alcance del siniestro en los días iniciales.
El primer ministro francés, Lionel Jospin, ha obrado con claridad al exigir a TotalFina que asuma la responsabilidad última del desastre. Francia, que ocupará la presidencia de la UE en la segunda parte del año, tendrá, por añadidura, la oportunidad de proponer a sus socios comunitarios la adopción de un nuevo arsenal jurídico, mucho más exigente que el actual, para sancionar tan graves negligencias de la OMI (Organización Marítima Internacional). Los mares y las costas son demasiado preciosos para fiar su futuro a pabellones de conveniencia, y urge, con vistas a un futuro más claro, desenredar la maraña de empresas que sirven de refugio a los responsables de estos trágicos sucesos.
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