La seducción y la muerte VICTORIA COMBALÍA
Si quieren emociones fuertes y sutiles a la vez, dos exposiciones en París llaman la atención del visitante. La primera está de dicada a la condesa de Castiglione -en el Museo de Orsay, hasta el 23 de enero del 2000- y la segunda a las reliquias, tanto occidentales como no occidentales, en el curioso Museo de Arte de África y Oceanía (MAAO), hasta el 24 de enero del 2000. Exposiciones que sobresalen por su originalidad y por la calidad de sus piezas; exposiciones que cambian, en suma, nuestra percepción.Se había dicho siempre de la condesa de Castiglione que había contribuido, con sus encantos, a convencer a Napoleón III en el tema de la unificación e independencia italiana. Hija de un diplomático, nacida en Florencia en 1837, Virgine Oldoini se casó pronto con el conde de Castiglione, con quien se instaló en París, oficialmente para visitar a Marie Anne Walewska, su prima, esposa del ministro de Asuntos Exteriores. Pero enseguida el todo París comentó la escapada, en el baile de máscaras del 5 de febrero de 1856, de la bella italiana y el emperador. El episodio no iría más allá de la pequeña o gran historia de las cortesanas, las intrigantes y las femmes fatales si no fuera porque, desde ese mismo año, la Castiglione decidió hacerse retratar por un único fotógrafo, Pierre-Louis Pierson, y el resultado de esta complicidad entre un ego excesivo y un ojo fascinado es cuando menos sorprendente: se conservan 400 fotografías, realizadas a lo largo de 40 años, en las que toda una panoplia de posturas, personalidades excéntricas y atavíos deslumbrantes ha permitido hablar de la Castiglione como de una suerte de Cindy Sherman (la artista norteamericana que se traviste en numerosos personajes) avant la lettre. La vemos vestida de La dama de corazones (en 1857), de reina de Etruria (en 1863) y, cuando todos la esperaban casi desnuda, de eremita de Passy, es decir, con un hábito de monje. Tuvo el coraje de vender su fotografía de esa guisa a 50 francos la pieza, una suma astronómica para la época, bien es cierto que destinada a la beneficencia. Sus teatrales puestas en escena nos la muestran como la Venganza, con una mirada desafiante y un puñal en la mano (imagen que envió a su marido, de quien se separó en 1858), hasta sola en un restaurante, entre una botella de vino y un sifón. Pero también la vemos de odalisca a los pies de un sofá, como María de Medicis viuda, descorriendo una cortina o frente al espejo.
Fotografías como la titulada Un domingo, en la que admiramos sus bellos hombros desnudos y su rostro oculto tras un antifaz, o la titulada Scherzo di follia, en la que ella atrae nuestra atención hacia su mirada colocando un marco vacío delante de su ojo, han pasado a engrosar la lista de obras maestras del arte de la seducción.
Tanto le complacía posar con sus complicadísimos y volumétricos vestidos del III Imperio, llenos de frunces y lazos, peinada con unos moños y tirabuzones cuya complejidad fascinaría al mismísimo Hitchcock, como dejar fotografiar sus piernas y sus pies desnudos, un acto ciertamente osado para la época, que sólo se permitían las prostitutas y las modelos de pintores. La condesa indicaba los retoques que debían hacerse a sus fotografías, entre otras cosas para parecer más delgada, y coloreó muchas a mano. Quiso perpetuar su sentido exhibicionista en la imagen de su hijo, al que vistió siempre como a una niña y del cual no obtuvo ningún cariño.
La condesa de Castiglione creó su propia leyenda y jugó, a tenor de los avatares de su existencia, tanto al papel de reina como al de reclusa.
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