El siglo, la memoria y los límites JOSEP RAMONEDA
Para sobrevivir hay que negociar constantemente con la memoria y con el olvido. La construcción de un pasado ayuda a aliviar la sensación de desamparo. El hombre necesita saber que viene de alguna parte, que pertenece a alguna familia porque el peso de la realidad es demasiado para un hombre solo. Pero la construcción del pasado se hace siempre con la ayuda de la censura para apartar de sí lo insoportable. Jorge Semprún lo explicó a propósito de su experiencia en Buchenwald: al salir tuvo que optar entre la escritura -la cristalización en la memoria de la experiencia infernal- o la vida. Eligió la vida y tuvieron que pasar muchos años hasta que un día de nieve en Madrid le devolvió la memoria de los días blancos de Buchenwald, y comprendió que ya podía emprender el camino de la escritura. Los que no fueron capaces de dejar actuar a los mecanismos de censura y aplazar la escritura para cuando la vida estuviera de nuevo asentada no pudieron soportarlo. Como Primo Levi y Jean Améry, que al final de la escritura encontraron la muerte por mano propia. Pero tarde o temprano hay que pasar por el trance de elaborar las experiencias, incluso las que, por excesivas, parecen inasumibles. A medida que el siglo se acaba se va imponiendo la idea de que la experiencia totalitaria, la que simbolizan Auschwitz y el Gulag, pero que sigue teniendo imitadores como vimos en Camboya o recientemente en Ruanda, no ha sido aún suficientemente asumida por la humanidad. Para las sociedades, como para las personas, hay momentos en los que se impone la amnesia, porque de algún modo hay que salir adelante. Pero todo aquello que se esconde debajo del olvido o del silencio tiene sombra alargada que acaba retornando en el futuro, aunque sea con la faz cambiada, si de algún modo no se consigue elaborarlo en su plena dimensión. El estruendo de las palabras que pronuncian solemnemente la monstruosidad de lo acontecido es a menudo una forma de ocultación. A veces parece que señalando la enorme maldad del mal ya hemos cumplido. En realidad, lo hemos alejado un poquito más de la experiencia, colocándole en el terreno de lo inhumano y olvidando que "nada inhumano nos es ajeno" (Glucksmann). Pronunciando la irracionalidad del totalitarismo nos damos por satisfechos. Y, en realidad, lo apabullante -y que nos negamos a asumir- es la racionalidad sistemática del proyecto concentracionario. El Gulag acerca la razón a lo religioso. Como el inquisidor católico o el terrorista fundamentalista islámico, el comunismo mata en nombre del bien: ya sea la voluntad de Dios o la igualdad de los hombres en la tierra. El nazismo llevaba de la mano la lógica de la muerte y la lógica de la explotación del hombre para la producción hasta elevarlas a la máxima crueldad que la máquina era capaz de alcanzar.
Tengo para mí que queda mucho por hacer en la asunción de la que ha sido la experiencia más radical de este siglo. Muchos de los verdugos aprovecharon los periodos de amnesia y de olvido para reacomodarse. Las víctimas, estos personajes que regresaron del más allá, han luchado con enormes obstáculos por la dificultad de hablar y por la dificultad de hacerse entender. Un par de generaciones han crecido entre demasiados silencios de sus padres. Y estos silencios crean a veces complicadas fantasías difíciles de desentrañar.
De estas experiencias, aun al precio de mucha sangre, podía parecer que se había extraído una de las lecciones morales del siglo: "no todo es posible". O dicho de otro modo, precisamente porque Dios ha muerto no todo está permitido. Y, sin embargo, al llegar al final del siglo, quedan serias dudas sobre si realmente se ha integrado lo ocurrido. El poder económico sigue empeñado en cumplir el principio nietzscheano de la voluntad de poder: más, siempre más. Lo que augura un futuro socialmente insostenible porque de cumplirse el designio thatcheriano de que "la sociedad no existe, sólo existen los individuos" estaríamos en un neototalitarismo. Es totalitaria aquella sociedad en la que no hay intimidad, los individuos están en visibilidad permanente, no tienen ninguna forma social en la que protegerse, camuflarse, esconderse, confiarse.
En diversas partes del mundo se vuelve a matar en nombre de Dios o de la etnia. En otros lugares el antiguo poder comunista se metamorfosea en proyectos nacional-militaristas. Lo que está aconteciendo en Rusia, donde Putin se construye un poder sobre la base de la guerra y de la explotación del orgullo nacional perdido debería merecer algo más que discretas condenas a media voz, como ocurre entre los dirigentes políticos y la opinión pública occidental.
El siglo se va, el olvido sigue. Un olvido que se acelera y comprime en el tiempo como todo. A menudo, la memoria ya no aguanta más allá de un par de telediarios. Este país ha construido su reciente democracia sobre la amnesia pactada. Otros, como Suráfrica, han tenido el coraje de afrontar el pasado. Aquí se decretó la indiferencia moral. Pero ahora, con una derecha que nos quiere hacer creer que surgió de la nada y unos ex gobernantes socialistas incapaces de asumir el sórdido episodio del GAL, queda claro que recuperar la memoria es necesario incluso para que no haya coartadas ni agravios comparativos que impidan el buen funcionamiento de las instituciones democráticas. Feliz 2000.
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