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Naturaleza y política

IMANOL ZUBERO

Afirma Kymlicka que la tesis del patriotismo constitucional se apoya sobre un mito que ha impedido comprender por qué las minorías nacionales tienen tanto empeño en formar o mantener unidades políticas con autogobierno: el mito de que el estado puede basarse simplemente en principios democráticos, sin apoyar una cultura o una identidad nacional determinadas. Por el contrario, "en cuanto reconocemos los vínculos inevitables entre estados, culturas y libertad individual, la cuestión no es tanto por qué los movimientos nacionales surgen sino por qué no hay más". Vínculos inevitables... ¿Y si resulta que los vínculos entre estado, cultura y libertad individual no son tan inevita-bles? Entiendaseme bien: no estoy negando la importancia intrínseca de cada uno de esos elementos: la importancia del estado, de las culturas como habitats de significado en los que se desarrolla la identidad colectiva, de la libertad individual.

Lo que cuestiono es la vinculación que se establece entre todo ello, como si de un entretejido inevitable (¿natural?) se tratara. No puedo compartir el enraizamiento del sentimiento de pertenencia en un lejano pleistoceno en el que nuestro cerebro reptiliano o instintivo (donde el nosotros se manifiesta como un no-a-otros) fue colonizado por el desarrollo del neocórtex racional, de modo que en vez de controlar y someter a la razón sus impulsos agresivos, tendió a darle razones para obrar de acuerdo con ellos, lo que lleva a Rubert de Ventós a mantener que el sentido de identidad o pertenencia, individual y colectivo, es tan básico como pueda serlo el impulso al alimento o la procreación.. Estas aproximaciones biologistas a las identidades acaban casi siempre despeñándose por el abismo de los sentimientos.

Por supuesto que reconozco -ya lo he dicho- la necesidad de un habitat de significado compartido para desarrollar unos hábitos del corazón mediante los cuales nos desarrollamos como personas. Somos seres sociales. Somos, siempre, con otros. Sin otros, no somos. Recientemente ha recordado Victoria Camps que la idea de ciudadanía no debe ir ligada exclusivamente a unos derechos individuales, sino que debe incluir al mismo tiempo aquellos vínculos capaces de unir a los ciudadanos con la comunidad. Pero esos vínculos primarios, naturales, sin los cuales no podemos desarrollarnos como personas, no son los de la nación.

Uno de los codirectores del Proyecto Atapuerca, el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, explica que los seres humanos estamos biológicamente preparados para mantener vínculos interpersonales de camaradería con no más de 150 personas. Ese es nuestro entorno social "natural", el nosotros al que de ninguna manera podemos renunciar. Fue el desarrollo de nuestra especie el que amplió este círculo de pertenencia a más miembros recurriendo, no ya a las relaciones directas, sino a la mediación simbólica, en un principio mediante los adornos personales, entrando así en una nueva dimensión social que marcaría para siempre el destino humano: la pertenencia a un grupo que va más allá de lo puramente biológico y que se organiza en torno a símbolos compartidos, es decir, la etnicidad.

El nacionalismo político -el vasco como el español- ha olvidado su papel como productor de lo que Bourdieu llama el efecto de teoría, consistente en mostrar una realidad que no existe completamente mientras no sea nombrada, conocida y reconocida. Es fundamental, por tanto, abordar el diálogo sobre nuestro futuro político superando toda aproximación naturalista (biologista, etnicista o historicista). Si es cierto que seremos lo que queramos ser (en unas determinadas condiciones históricas), si es cierto que sólo podremos serlo si lo queremos democráticamente, nadie debería disfrazar como proceso lo que no es sino búsqueda de atajos para alcanzar un final predeterminado. Como nadie debería sacralizar los mejores productos de nuestra historia más reciente pretendiendo instaurar un nuevo culto a la Inmaculada Constitución.

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