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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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La memoria perpleja

Juan Cruz

Dijo Jorge Edwards que le había sorprendido que le dieran el Cervantes. Como es un memorialista que ha hecho de lo que sabe de los otros la primera materia de sus propios recuerdos habrá que esperar algún tiempo para saber cómo cuenta esa sorpresa en su memoria. Lo que estaba haciendo: jugaba al tenis, en Santiago de Chile, pero no se estaba relajando ante la tensión previa al conocimiento del fallo; su sangre es tranquila, y mitad británica, de modo que lo que hacía era quemar la grasa del tiempo. Cuando finalmente lo localizaron y lo supo tuvo un recuerdo para José Donoso, al que no premiaron, y en ese instante Edwards mostró el rasgo principal de su hechura humana: la generosidad, que algunos disgustos le ha procurado en la vida pero que trabaja con tanto ahínco como la mano que tiene para el tenis. Donoso no lo tuvo, y lo mereció, dijo él, y añadió: yo no sé si me lo merezco. Su antecesor en el premio, José Hierro, dijo algo parecido al recibirlo: me parece que se lo estoy quitando a otro.Así son los premios: acuden a la mesa decenas de candidatos y la ventolera ahuyenta a unos y otros se quedan, hasta que un soplo, que nunca es del espíritu santo, cae sobre uno que al principio se queda perplejo, ¿he sido yo?, pero ya la fuerza de los hechos lo convierte para siempre en el premiado. Luego, en el caso del Cervantes, tiene que pasar por los protocolos, y ya el Cervantes se le queda en el pecho como una daga solemne. No tendrá más remedio que acostumbrarse a ser Cervantes.

Hay premios y hay ausencias. Cuando se supo que media Academia Española había impedido que la otra media menos uno tuviera como compañero de bancos a José Manuel Caballero Bonald lo primero que vino a la cabeza del cronista fue una pregunta: ¿cómo contará en sus memorias este nuevo suceso el autor jerezano? Mientras ocurren las cosas, la gente no las recuerda sino que las tiene enfrente, como un espejo o como un cuadro; cuando pasen algunos años, este escritor que hizo en su libro de memorias Tiempo de guerras perdidas un fresco impar de lo que pasó en la España del medio siglo, tendrá la tentación de hacerse las preguntas que ahora seguramente bullen en su mente: ¿quiénes, por qué, contra quién?

Iba apoyado por tres ilustres miembros de la casa, la historia literaria española -premios, agasajos, crítica, lectores- le avalaba, y además le avala sobre todo la propia obra: su poesía es la síntesis de la perfección que deja sobre los verbos el respeto por la calidad de la memoria, sus libros de narrativa fueron inaugurales en la resurrección del barroco entre nosotros, y habría que leer, de nuevo, Ágata ojo de gata para comprobar cómo la literatura es capaz de hacer regresar al libro el olor de la tierra, el sonido telúrico de las marismas...

Con esos avales, y con aquel aval verdadero y tangible de tres académicos que le llevaban con su firma diciendo he aquí este nuevo compañero, los académicos puestos delante del volante de la votación le pusieron, en un porcentaje suficiente como para no aceptarle, la bola negra. ¿Por qué? Una votación no es ni una crítica literaria ni un plebiscito, ni siquiera es la opinión de un grupo de lectores ante un autor que es o no de nuestra preferencia; a veces tiende a ser una votación lo más parecido a una ventolera, y habrá que esperar a que el poeta cuente su propia memoria del hecho para averiguar la huella que deja en el recuerdo un gesto así.

Antonio Muñoz Molina ha dicho que pierde más la institución que la persona. No es una frase ocasional, nacida de la perplejidad del momento en que por primera vez en la historia se consuma un rechazo de esta clase, y además en la tercera ocasión en que el mismo autor está a las puertas de la Academia. Es una reflexión sobre el contenido de una decisión que priva a la institución de una persona que ha ido dejando a lo largo de la propia historia de su escritura la preocupación viva por la lengua, y que ha compartido con una generación, la del 50, la voluntad de juntar la España peregrina con la España que aquí recuperaba la nobleza de escribir.

Claro, la primera tentación será la de recordar quiénes no pudieron ingresar a lo largo de la historia, obturados por una actitud que Romanones calificó con la frase legendaria -"¡Qué tropa!"- cuando supo que tampoco le habían votado los que le habían asegurado su apoyo. Esa lista interminable -tan interminable como la de los que no obtuvieron el Nobel, o el Cervantes- es la lista paralela, pero no sirve de nada; lo cierto es lo que ha pasado; por fortuna, estas decisiones no desmejoran, ni mucho menos, la escritura del rechazado, y todo el mundo podrá acercarse hoy a la obra de Caballero Bonald para comprobar cuánta razón tiene Muñoz Molina.

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