Paisaje antes de la batalla
La vuelta de ETA a las armas es el reconocimiento del fracaso de la llamada "construcción nacional" vasca como estación de tránsito a un Estado vasco. O sea, de que el común de las gentes no quiere que les edifiquen una nación política a su espalda y sobre sus espaldas. Pero ni los creyentes en tal proyecto renuncian por eso a él ni todos ellos se atreven a romper con ETA de una vez para siempre, sino a lo sumo a solicitarle con mayor o menor encarecimiento la prolongación del alto el fuego hasta que alguna muerte cruenta, tal vez, los separe. Y éste es el paisaje antes de la batalla.Primer apunte: en el bloque nacionalista la distinción entre radicales y moderados, violentos y pacíficos, se desvanece. Segundo apunte y a resultas del anterior: la gran fractura de la entera sociedad vasca (nacionalistas/no nacionalistas) tiende a semejarse cada vez más a la que media entre no demócratas y demócratas. No se me sulfuren y déjenme que lo explique. No aludo a la división entre soberanistas y constitucionalistas, porque esta raya visible encubre otra más profunda. Quienes nos acogemos a la Constitución y el Estatuto no nos adherimos a unos textos legales tan sólo por ser los vigentes o por haber probado su bondad, y menos aún por creerlos inmutables. Los hacemos nuestros en la medida en que respetamos el principio de mayoría para la toma de decisiones públicas y la igualdad política de los ciudadanos. Los partidarios del "ámbito vasco de decisión", en cambio, lo son porque desdeñan las reglas formales democráticas (verbigracia, su Asamblea de Municipios) tanto como la libertad e igualdad de los sujetos políticos concernidos. No es que ese proyecto de independencia choque con la Constitución, pues así tiene que ser; el problema estriba en que, tal como se reclama y según las razones por las que se reclama, choca con el fondo y la forma de la idea de democracia.
Porque en las cosas prácticas (morales, políticas), como advirtió el filósofo, la verdad está en los hechos y no en las palabras. Y los hechos descarnados son que el frente nacionalista se presenta hoy en un triple estrato: los dispuestos a matar en pro de aquella construcción nacional; los que aprueban el recurso al asesinato con tales fines; y los que gobiernan con la ayuda de los que aprueban ese recurso criminal. Son tres en uno, a la vista está, porque forman una sola cadena. De abajo arriba, una cadena de justificaciones: el tercero (PNV-EA) justifica al segundo (EH), que a su vez justifica al primero (ETA). De arriba abajo, una cadena de sumisiones: el primero somete al segundo, que a su vez condiciona al tercero. Por tremendo que esto suene, díganme si me equivoco.
Ya es bastante que esa unión sea, por lo pronto, coyuntural y de circunstancias. Ahora mismo les asocia una explícita declaración de enemistad no hacia los Estados español y francés, entidades político-administrativas que ni sufren ni padecen, sino hacia cientos de miles de ciudadanos: bastantes más del 50% de vascos de la CAV (pues sabido es que muchos nacionalistas reniegan de la secesión), más del 80% de los navarros, más del 90% de los vascofranceses. Les une asimismo una parecida dispensa del miedo que atenaza a todos los demás, igual que les une, les guste o disguste, una capitalización de ese difuso temor cotidiano en su particular beneficio político. Y, la verdad, no es fácil decidir cuál de estos lazos comunes resulta más odioso.
Es en este momento preciso también les vincula la misma afición por las trampas verbales con las que a diario desfiguran la realidad y engañan al vecindario. Dejemos de lado la peligrosa necedad de que sin violencia, todas las ideas son legítimas o la oscura consigna de paz con contenidos. Pensemos sólo en ese necesitamos la paz de las pancartas, tan melifluo que tras ellas pueden escudarse por igual tirios y troyanos. Porque la mayoría no necesitamos la paz, sino que la queremos y la queremos sobre todo justa. Demandar esa paz tan sólo por necesidad expresa nada más que nuestra pasiva dependencia respecto de quienes injustamente hace décadas nos la han arrebatado; se limita a formular un ruego, cuando debe ser una exigencia y bien fundada. Exigimos la paz porque ésta es el derecho de todos que algunos nos deben y porque es la condición básica de ejercer todos nuestros derechos. Mejor todavía: queremos una paz basada en el derecho, para así acabar con una discordia civil engendrada y mantenida precisamente contra todo derecho.
Y esto último nos lleva de la mano a una convicción, ya no coyuntural sino esencial, que a unos y otros nacionalistas arrastra: la creencia en los derechos de Euskalherria. Acaso algún día llegará a entenderse el devastador efecto práctico de nociones tales como "derechos colectivos" o "derechos históricos". Si los hubiera, los derechos históricos serían derechos del pasado sobre el presente, un presunto designio de los muertos al margen o contra la voluntad efectiva de los ciudadanos actuales. Si los hubiera, los derechos colectivos serían potencialmente totalitarios, es decir, derechos del todo sobre sus miembros individuales; en nuestro caso, derechos de Euskalherria frente a los vascos, del abstracto "ser nacional" (así rezaba el último comunicado del PNV) por encima de los seres nacionales concretos. Son falsos pretextos lo mismo para la razón de Estado como para la sinrazón de la nación. Invocarlos es una llamada segura al enfrentamiento, porque son derechos a la exclusión de una parte de la ciudadanía por la otra. Pues si los derechos y la voluntad de esa Euskalherria no se conocen a través del ejercicio de los derechos de todos los vascos, sino que al parecer se revelan de antemano y solamente a quienes se erigen en sus intérpretes y portavoces..., entonces los derechos de Euskalherria son a fin de cuentas privilegios de los nacionalistas sobre todos los demás. Y en ésas estamos.
Por eso se diría que el lehendakari se cae de un guindo cuando dictamina que ETA está "fuera de la realidad". Desde su nacimiento hasta hoy ETA existe precisamente en virtud de la irrealidad de su meta, es decir, porque la realidad social vasca la niega y para negar a su vez a sangre y fuego esta realidad. Hace ya tiempo que lo escribió Sánchez Ferlosio: "Para dar realidad a la Causa y hacer verdadero a su dios, nada mejor que una buena carga de hechos, y de entre los hechos, nada mejor que una buena carga de muertes. Tal es el principio. Y ciertamente, ¡mucho ha matado Euskadi para que pueda dudarse ya de su existencia! (...) aunque sea, la suya, la execrable realidad de un mítico fetiche sanguinario". La trágica lección de ETA, y que los nacionalistas aún no quieren aprender, es que su objetivo resulta inalcanzable sin echar mano de medios sangrientos o cuando menos coactivos.
Claro que, si ETA está instalada en la ficción, entonces también lo están cuantos comparten con ella -en unos plazos u otros- la irrealidad de su Causa. O sea, los firmantes del Acuerdo de Estella. Y esa clase de irrealidad, la desmesurada pretensión acerca de la cosa pública que no arraiga (ni siquiera después de
treinta años de adoctrinamiento y terapia de choque) en la mayoría ciudadana, en buena teoría y práctica democráticas se llama sencillamente ilegitimidad. Ya pueden servirse a troche y moche del comodín "democracia". Como disfracen ese inocultable punto de partida, resulta un despropósito brindar una vía de solución sedicente democrática a un desastre que no tiene otra razón de ser y persistir que una empecinada voluntad antidemocrática. No se trata de un problema objetivo que sólo los nacionalistas ven, sino de un problema que sólo ellos crean y agrandan.Y si la premisa es ilegítima por ser irreal e irreal por ser ajena (al menos en su dramatismo) a la conciencia mayoritaria de las gentes, tengamos el coraje de admitir la conclusión: que no existe ese Pueblo vasco como sujeto de la reivindicación que se le endosa, sino una Sociedad vasca en cuyo seno florecen otras muchas demandas colectivas anteriores o en pugna con aquélla. Lo que es, por cierto, otra manera de decir que los nacionalistas no forman una minoría étnica con derechos especiales frente a los ciudadanos de etnia española y francesa, sino una minoría ideológica y política entre los mismos vascos de España y Francia. Y ustedes me corrigen con argumentos, que yo rectificaré al instante.
... Pero uno no puede pretender a estas alturas que los nacionalistas vascos dejen de serlo. A lo más que uno aspira es a que los dirigentes de PNV y EA comprendan, siquiera después de la brutal decisión de "reactivar la lucha armada", que prolongar su pacto con EH y así, de paso, con ETA no sólo priva a sus partidos de cualquier crédito político, sino también al propio Gobierno vasco. Pues no es digno ni posible gobernar con los representantes de quienes nos mantienen a todos -Gobierno incluido- en libertad bajo amenaza de muerte. Allá sus acuerdos, señores míos, pero cuando hoy reiteran -como si nada hubiera pasa-do- que "el proceso de paz es irreversible", tal vez sea el momento de repensar a Hobbes: "El perdón del pasado o remisión de una ofensa no es otra cosa sino la paz concedida a aquel que, después de provocar la guerra, se arrepiente y pide la paz. Pero la paz concedida a una persona que no se arrepiente, es decir, que conserva una intención hostil o no da garantía para el tiempo futuro, o sea, que busca no la paz sino una oportunidad, no es paz, sino miedo...".
De suerte que la alternativa es ésta: o bien construcción nacional por la fuerza y el miedo o bien paz nacional mediante el derecho y sin miedo. Y no será difícil elegir si queremos, como Camus, "poder amar a nuestro país sin dejar de amar la justicia".
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