Dualidad
MIQUEL ALBEROLA
Para evitar el ensanchamiento de la nobleza aragonesa, tan incómoda para el poder del rey -aunque tan necesaria para contrarrestar su irrefrenable tendencia a la tiranía-, Jaime I repobló Valencia con preferencia hacia los menestrales y comerciantes catalanes, y dio al territorio conquistado formato de reino independiente. La nobleza aragonesa, que tomó la iniciativa de esta conquista, tenía en Valencia su proyección marítima, pero el rey concedió al nuevo reino fuero propio, restrictivo para el feudalismo. El historiador Percy Schramm ha visto en esta relación entre catalanes y aragoneses similitudes con los flamencos y valones en la disputa de Bruselas. Ciertamente, Valencia vivió días muy belgas. La subida de tensión, derivada de una distinta estructura y concepción social -aristocracia feudal interior contra burguesía litoral-, tendría su cortocircuito en la guerra de la Unión, en 1286, ya desaparecido Jaime I, cuando los aragoneses iniciaron la invasión del Reino de Valencia desde Teruel y no pararon hasta Sagunto. Entonces tuvo que mediar la monarquía y acordar que cada ciudad decidiera su fuero. Valencia ratificó el suyo, pero esta guerra se prolongará, larvada, a través de los siglos. Y puede que haya llegado hasta nuestros días, con otros nombres y otros propósitos. La muerte sin descendencia directa de Martín el Humano abrió otra vez el melón de esta dualidad insoluble y Valencia vivió un tenso e intenso interregno entre 1410 y 1412, donde los partidarios de Fernando de Antequera, la familia Centelles, y los de Jaime de Urgel, la familia Vilaragut, lidiaron escaramuzas muy acústicas. Valencia fue, por seguir el hilo de la intuición de Schramm, la pica flamenca de la casa Urgel, pero el compromiso de Caspe sacrificó la dinastía propia por la de los Trastámara, lo que supondría la paulatina valonización de Valencia y del resto del país. Si algo somos los valencianos con certeza es la distorsión de aquella dualidad, que lejos de fundamentarse en modelos de conducta nacional o de lucha de clases, como podría abonar una lectura romántica e interesada del asunto, sólo se sustenta sobre un pulso de poder entre la fagocidad de un rey y sus señores. Aunque se puede condimentar con toda la solemnidad que se quiera.
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