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Un 'Fidelio' sin sobresaltos abre la temporada de La Scala de Milán

ENVIADO ESPECIAL Se oscureció la sala, se apagaron los murmullos y sonó la primera nota, bien timbrada. Pero no era el vigoroso tutti con el que da comienzo Fidelio. De hecho, Riccardo Muti ni siquiera había comparecido en el podio. Era un telefonino, un móvil. Desde el gallinero descendió veloz el insulto, conminando al propietario de platea a desconectar inmediatamente su asqueroso artefacto. Fue el único incidente de una inauguración de temporada de La Scala de Milán que transcurrió anoche bajo el signo de la normalidad; tal vez de una excesiva normalidad.

El término normalidad requiere sin embargo una contextualización. Cada 7 de diciembre, san Ambrosio, patrón de Milán, propicia un encuentro de mundanidad, alta cultura y protesta organizada que en otras latitudes se consideraría explosiva. Aquí no es el caso. La plaza frente al teatro fue, un año más, un plató que Fellini no hubiera desdeñado: estaban los animalistas de siempre protestando por el exceso de peletería de las señoras, aunque esta vez no pasaron a la acción con botes de pintura roja; también había un grupo que mostraba su disconformidad con Tangentopoli, el país del soborno perseguido por los jueces de Mani Pulite, con una hija de Bettino Craxi, el dirigente socialista exiliado en Túnez, a la cabeza. Un poco más allá deambulaba un solitario ganadero con una vaca. Hubo algún forcejeo con los Carabinieri, nada serio. La inauguración de la temporada lírica convoca a muchos famosos y con ellos a muchos medios informativos, por lo que el belén se monta solo.Famosos. En el placo de honor, el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi: hacía siete años que el más alto representante del Estado italiano no se dejaba caer por una prima. Luego había ministros, italianos y de fuera; entre los últimos, los ministros de Exteriores ruso y alemán, aunque este enviado especial al lujo no pudo confirmarlo visualmente. Sí vio, y hasta escuchó, a Jeremy Irons y su bien parecida esposa, la actriz Sinead Cusak. Un solo entreacto no da para mucho más, máxime cuando la concentración debe luchar a brazo partido con incendiarias indumentarias femeninas que invitan a otras reflexiones.

En fin, capítulo mundano cerrado. En el aspecto musical y teatral tampoco hubo sorpresas, lo cual empieza a ser más grave para un acontecimiento que pretende servir de faro a la lírica mundial. Lo mejor de este Fidelio fue sin duda Riccardo Muti al frente de la Orquesta de La Scala: tiempos mucho más reposados que los que suele emplear con Mozart, con amplio respiro de las frases y constante subrayado de la dimensión sinfónica de la obra sin sumirla en la pesadez germánica. El director ha ofrecido en Milán, durante el mes de noviembre, la integral de las sinfonías beethovenianas, sin duda el mejor bagaje posible para afrontar la única obra escrita para el teatro por el compositor de Bonn. Un reparo cabe poner al hecho de intercalar la tercera obertura de Leonora -Beethoven escribió un total de cuatro para esta ópera- entre el dúo y el gran final del segundo acto, según una extendida costumbre instaurada a principios de siglo. Esta obertura es efectivamente mejor que la que Beethoven acabó dando por buena. Pero colocarla ahí rompe la estelar progresión final. Si por fuerza se quiere incluirla, convendría hacerlo al final, como una gran recapitulación.

Estuvo también muy bien el coro. En cuanto a triunfadores individuales, por delante debe colocarse a Waltraud Meier (Leonora): sólida y bien timbrada en un papel que se las trae. Menos bien, aunque acabó subiendo hacia el final, el Florestán de Thomas Moser, y brillante el Rocco de Kurt Rydl. Franz-Josef Kapellmann (Pizarro) y Laura Aikin (Marzelline) completaron muy correctamente el reparto.

En cuanto a la producción, que dirigía Werner Herzog, de nuevo reseñar la falta de sobresaltos. Ezio Frigerio ha diseñado una prisión de tipo industrial; es decir, un campo de concentración, hornos crematorios incluidos. Es una opción: Fidelio, ópera simbólica donde las haya, deja las puertas abiertas a interpretaciones de signo muy variado. Pero entonces lo que no cuadra es el vestuario napoleónico de los soldados. Sabido es que Beethoven se inspiró en un episodio real registrado en Francia en la época del terror. Pero él situó la acción en la España del siglo XVII. Puestos a moverla una vez más, no se ve por qué los guardianes deben quedarse a medio camino, mientras que los deportados son claramente hijos del siglo XX.

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