El Covent Garden de Londres inicia una nueva etapa con el "Falstaff" de Verdi
Sensacional actuación del joven tenor galés Bryn Terfel en el papel protagonista
ENVIADO ESPECIALLa Royal Opera House ha respondido con razones musicales a su ya largo periodo de folletines financieros y organizativos. El norteamericano Michael Kaiser, de 46 años, nuevo director ejecutivo desde hace poco más de un año, ha traído un poco de calma al río de aguas turbulentas y ha llevado las discusiones al terreno musical. La elección del Falstaff de Verdi como símbolo de inauguración de una nueva época en el remodelado Covent Garden es toda una declaración de principios. El humor y la gran música se han impuesto desde el primer día.
El Covent Garden ha salido beneficiado de las reformas. Su entrañable sala sigue derrochando encanto a raudales y los nuevos espacios ganados, como el del Floral Hall, destruido por un incendio en 1956, le han dado un toque de distinción. Kaiser se mostraba "encantado" con que fuese la última y genial ópera verdiana la primera de las citas del nuevo estilo del Covent Garden. La elección es un hallazgo. Enlaza con la dedicación a Verdi del Covent Garden en la última década -un tutto Verdi antes del centenario de su muerte, en el 2001-, toma a Shakespeare como soporte literario en su lado más festivo, y hasta cierto punto engancha con la última producción del carismático teatro londinense antes del cierre, y no exclusivamente porque en ella también estaban Bernard Haitink como director musical y Graham Vick como escénico, sino porque entonces se las vieron, con gran éxito, por cierto, con la única comedia wagneriana: Los maestros cantores.La burla
Pasar del Wagner en clave festiva al Verdi sabio y zumbón de su última realización es una pirueta llena de imaginación, un "decíamos ayer" lleno de coherente ironía, un guiño a que, como se dice en la fuga final de Falstaff, "todo en el mundo es burla", tanto en la ópera como en sus circunstancias. De eso sabía mucho el viejo-joven Verdi cuando a sus 80 años compuso Falstaff, de la que Toscanini decía que "no hay ópera más bella, más completa, más nueva y más latina". No es extraño que en una encuesta de Le Monde de la Musique sobre las 10 mejores obras del siglo XX, una de las respuestas incluye entre ellas Falstaff, estrenada en 1893. ¿Equivocación o, más bien, una forma de dejar constancia de una composición adelantada a su tiempo?
Tuvieron un bautizo de gloria la pareja de confianza de Kaiser, formada por Elaine Padmore y Peter Mario Katona, responsables de ópera y repartos, respectivamente, de la Royal Opera. El reparto fue muy representativo de los valores jóvenes sólidos del momento y, sobre todo, contó con un Falstaff excepcional en Bryn Terfel, un galés de 34 años que puede presumir de hacer historia con un personaje que ya había rodado con anterioridad este mismo año en Australia y recientemente en Chicago. Terfel lo borda teatral y vocalmente. Tiene fuerza, una humanidad irresistible, claridad de fraseo, sentido cómico y ese algo más difícil de definir que hace creíble hasta sus últimas consecuencias a un personaje. Su actuación fue, de principio a fin, sensacional. Barbara Frittoli, en una impresionante carrera ascendente, hizo una Alice Ford llena de empuje y atractivo tímbrico y estilístico. Bernadette Manta di Nissa ha ganado consistencia e intencionalidad respecto a la miss Quickly que hizo con Muti en La Scala en 1993. Lo mismo le ha ocurrido a Roberto Frontali en el papel de Ford. La siciliana Desirée Rancatore exhibió un poderoso control respiratorio en los filados y compuso una Nannetta ingenua pero no tonta. Kenneth Tarver lució su fraseo cálido y casi mozartiano como Fenton. En fin, Diana Montague, Robin Leggate y los demás redondearon un reparto vocal de postín.
Bernard Haitink, recibido con bravos en los saludos iniciales como reconocimiento a su espléndido trabajo en la última década en Londres, planteó la obra con sonidos densos y una dinámica contrastada, estando más atento a que todo estuviera en su sitio que al chispazo de luminosidad. Le faltó, quizá, ese punto de inspiración que consiguió en Don Carlos en Londres y posteriormente en Edimburgo a partir de 1996, pero su lectura siempre tuvo cohesión, brillantez, poder y transparencia.
Más discutibles fueron los resultados escénicos. Graham Vick, como ya hiciese hace dos años en Macbeth para la inauguración de La Scala de Milán, utiliza una lectura conceptual y rotundamente colorista, con un punto de partida en las imágenes grotescas y deformadas desde la perspectiva de El Bosco y Brueghel, pero llevando todo esto a un pop de influencia inglés y a un efecto de distorsión que subraya en exceso lo evidente.
Los dos primeros actos tuvieron en sí unidad y un particular sentido del humor en su gama de rojos, verdes y azules fuertes, con el amarillo intensísimo siempre como punto de articulación. En el acto tercero, Vick y su escenógrafo, Paul Brown, invierten la perspectiva formal de suelos y fondos en el primer cuadro, y desnudan de color el segundo, para recuperar el símbolo de lo amarillo con una gran tela en la escena de la fuga final. Es una manera de contar la historia a la inversa, más o menos como hizo Verdi en la partitura. Y es precisamente en este rizar el rizo de lo plásticamente intelectual cuando el trabajo teatral pierde tensión, contenido e, inevitablemente, se dispersa. Hubo división de opiniones entre el entendido y ecúanime público de Londres para una estética muy inglesa. Asistieron bastantes espectadores españoles y muchas caras conocidas del mundo de la música, desde Lorin Maazel hasta Gérard Mortier.
Babelia
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