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Ironía y decencia

Predicador lo llaman muchos de sus críticos; sobre todo en Alemania, y no sólo allí. Pero hace muchos años que a Günter Grass le importan poco estos calificativos. Más de una universidad alemana ha hecho gestiones para concederle el título de doctor honoris causa. Sobre todo desde que le concedieron el Premio Nobel de la Academia Sueca. Pero es demasiado tarde. Universidades norteamericanas y polacas lo hicieron en su día y él aceptó los títulos con gratitud. Hoy ha dado por concluida su colección de birretes, como dice. La Universidad Humboldt de Berlín trató sobre el controvertido honor al controvertido escritor. Nunca tuvo una mayoría favorable.Grass sabe que en Alemania siempre será un autor tan querido como odiado. Mientras para unos es una personalidad que dignifica al país como en su día el político Willy Brandt -al que ayer dedicó un emocionado recuerdo-, el filósofo Theodor Adorno o el escritor Thomas Mann, para otros es un indeseable díscolo que sólo perjudica a su país con sus incesantes críticas y recomendaciones no solicitadas y llamadas al orden no queridas.

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Grass defiende la tradición oral de la literatura

Grass ha nadado contra la corriente, pero con inmensa capacidad de supervivencia. Uwe Johnson, Ingeborg Bachmann y otros muchos de los escritores que se perfilaban como protagonistas culturales de esta segunda mitad del siglo murieron pronto, agotados por la vida o por sí mismos. Otros adoptaron posiciones más comunes y aceptables para una opinión pública nunca excesivamente dispuesta a mirarse en el espejo.

Günter Grass, con sus siete hijos, con la tranquilidad que le da su mujer Ute y con su inmensa capacidad para disfrutar al tiempo que se interroga y pregunta, ha tenido una inmensa suerte en la vida. Él lo sabe y lo agradece: a su familia, a su entorno, a su literatura y a un mundo al que ahora, a los 70 años cumplidos, parece agradecer en cada instante todas sus gratificaciones.

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