Soberbia del artista
El lance tiene miga.Un periodista español empieza a entrevistar a un gran magnate de la comunicación en sus oficinas de Nueva York,y lo primero que recibe es una humilde pregunta del magnate, interesado en saber la opinión del entrevistador sobre el producto que aquél creó y sigue comercializando. Lo leímos en la estupenda entrevista que Diego A. Manrique le hizo, para El País Semanal, a Jann S. Wenner, el editor de la mitológica revista Rolling Stone; éste, al oír que el periodista español era un suscriptor de toda la vida, le suelta, antes de contestar él al cuestionario,una sarta de preguntas: cómo conoció Rolling Stone, qué pensaba de sus portadas y grandes firmas, cuál era su postura ante la versión actual. ¿Falsa modestia de uno de los hombres más triunfales y poderosos del medio periodístico norteamericano? Puro -y noble- instinto de creador, diría yo, más bien.La idea que se tiene de los grandes como personas vanas y altaneras a menudo coincide con la realidad. En el gremio que conozco mejor, el de los escritores, la soberbia es el pecado capital, y lo peor es que se lo permiten, al lado de algunos de verdadero genio, otros cuyos libros son cualquier cosa menos soberbios. He conocido insufribles maniáticos pagados de sí mismos, pero también he sido afortunado de tratar a grandes maestros literarios sencillísimos y cordiales (Aleixandre, Benet, Calvino), más dados, en una conversación, a escuchar al otro que su propia voz infalible y campanuda. Eso sí, la llaneza, el buen humor, la generosidad de estas figuras admiradas dejaba paso a la rigidez, la quisquillosidad, incluso a la intolerancia (que puede ser una buena palabra), cuando su trabajo, el arte para el que realmente vivían, salía a colación.
Me he acordado, a propósito de la escena de Wenner y Manrique, de algo que me sucedió en 1980 con un grande del cine, para algunos el más de estos tiempos, Stanley Kubrick. Ya he dicho en otras ocasiones que, frente a la imagen de déspota desdeñoso que se tiene del director hace poco fallecido, yo saqué de un no muy íntimo pero sí cercano y sostenido trato laboral de más de dos décadas la idea contraria. Lo he comparado a los maestros antiguos de la pintura, Rembrandt o Tiziano, desmesurados y perfeccionistas en su capacidad artística, pero campechanos en el ambiente del taller y con sus discípulos, como Kubrick lo era transformando la pesada maquinaria del cine americano en una actividad artesanal, muchas de cuyas fases esenciales se realizaban en el jardín o la cocina familiar.
Aquel día de 1980, yo acababa de ver en una sala de proyección de su casa la primera copia aún sin refinar de El resplandor, cuyos diálogos se me había encargado traducir; al encenderse las luces vi que tenía detrás al director. ¿Ansioso? No sé si decir tanto, pero lo que pude comprobar, a medida que el indomable genio del cine preguntaba con nerviosa timidez, es que mi personalidad de joven español circunstancialmente empleado por él era lo de menos. Yo era la primera persona ajena al equipo que veía la película, y su autor anhelaba saber la opinión inmediata de ese espectador al que le había tocado la china. Y recuerdo que al pedirle yo aclaración sobre el enigmático final de la foto en la pared del hotel, Kubrick mostró inquietud: tal vez, pudo pensar, lo que él había imaginado como audaz elipsis no se captaba, y aquel español desconocido anticipaba un desconcierto del público jamás pretendido.
Si da de lado los premios, las academias, las condecoraciones y los marquesados, a un artista le quedan pocas cosas. Una es la adoración de sí mismo, que puede ser más fanática que la de sus admiradores. Pero le cabe otra privada y silente, aunque capaz de convertirle en el ser más legítimamente orgulloso de la tierra. Elaborar su obra con ambición tenaz y, al mostrarla ante los demás, suplicarles al menos el beneficio de la curiosidad.
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