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¡Oh, Caravaggio!

JOSÉ LUIS MERINO

La historia del arte presenta a Caravaggio como un artista que no guardó respeto alguno por la belleza ideal. Ni siquiera buscó la belleza real, sino que se adentró en la búsqueda de lo verdadero real. Para conseguir sus objetivos manipuló la luz en su relación con los colores. A veces, el color quedaba subordinado a la luz y, por ende, impregnado de sombras. En otros momentos, tal vez los momentos más logrados de su arte, luz y color no aparecían separados ni yuxtapuestos, sino fundidos en plena armonía. Tales postulados acreditan al artista italiano como uno de los profundos instauradores de la luz dramática. Prefirió dotar a los cuerpos de una intención cegadoramente dura, que contrastara con las sombras profundas, alcanzando con ello el claroscuro, conducente al verismo, vale decir, al naturalismo. Los modelos que le iban a servir para representar escenas bíblicas fueron gente corriente. Dejó fuera de lugar la imaginación idealizadora, para interesarse por la acentuación dramática de la representación.

Estos breves datos pueden ser de ayuda a la hora de acercarnos al Museo de Bellas Artes de Bilbao y contemplar los 15 óleos de Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio (1573-1610). La exposición es una aventura visual enormemente gratificante. Es aconsejable verla más de una vez, porque en esas obras se viven un sinfín de propuestas. Ya sólo con la obra titulada Virgen de los Palafreneros, posiblemente la más completa de las mostradas, se entra en un mundo de sugerentes combinaciones. De entrada, se palpa una clara intención por equilibrar los dos bloques pictóricos de la obra. Por un lado, la Virgen, inclinada sujetando al Niño, y el propio Niño, reciben un potente chorro de luz, en tanto Santa Ana queda fuera de ese foco. Para poder compensar la fuerza de dos frente a uno, yergue a Santa Ana, agrandándola, y puebla su figura con numerosos pliegues en el vestido (túnica) y en el turbante (tocado). Frente a la masa que conforman la Virgen y el Niño, con su fuente de luz neta, se opone la profusión de líneas de los pliegues de Santa Ana, con los rebotes de luz que inciden en la multiplicidad de pliegues. Para conectar los dos bloques, la mano izquierda del Niño queda justo en el límite derecho de la falda de Santa Ana. Esa mano del Niño posee otra función, ya que sus pequeños dedos, pulgar y corazón, levemente rozados, parecen "sugerir" que la serpiente no debe ser aplastada, sino tocada , es decir, "amonestada" con suavidad, lo que el pie de la Virgene acata. Conviene ver esta obra desde muy diversas distancias, para gozo de la mirada. Sin embargo, es aconsejable ver desde muy cerca la obra Sacrificio de Isaac. El rostro de Isaac es un portento de coloración lumínica.

En cuanto a la alusión de las manos, sus cometidos múltiples son una constante en los cuadros de Caravaggio. Las manos no permanecen como meros comparsas del cuerpo. Sus dedos son protagonistas vivos de los cuadros. Las manos de Caravaggio, parece que hablan.

Como son significativas las miradas de los personajes. Junto a miradas naturales, aparecen otras atisbando en equívocas direcciones.

En el cuadro de David y Goliat, la cabeza cortada de éste último es un autorretrato del artista. La mano rojiza de David, sujetando la cabeza de Goliat (Caravaggio), contrasta con la intensa luz de su propio brazo. Es un espléndido detalle, de entre los numerosos existentes en las mejores obras. Como son notabilísimos los ritmos del ropaje de David, que caen vertiginosos, al compás de la sangre del decapitado.

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Siendo excelente la muestra, faltan obras capitales en la nómina de Caravaggio. Con algunas de ellas, y con varias de las aquí mostradas, podía haberse completado una sobrecogedora antología poética de lo plástico tenebrista, en el sentido advirtiente de Rilke: "lo hermoso no es más que el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar".

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