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Libros en invierno

ESPIDO FREIRE

Que en el País Vasco no se lea preocupa a los editores. Pero preocupa, relativamente menos que en el resto del Estado, porque aunque no se lean, los libros se compran. En especial, en estas fechas, ya sumidos en la campaña navideña; no nos engañemos. Desde el momento en el que los renos asoman el hocico por el escaparate de El Corte Inglés la Navidad nos ha caíado encima con todo su peso. Y los libros comienzan a circular.

Principalmente, a las librerías se acude en busca de un regalo, como recurso último después de agotar los pañuelos, las colonias, los discos y los viajes al Caribe. No es tampoco cuestión de regalar un cuadro, que puede dar cien patadas a su destinatario y finalizar sus días en el fondo de un altillo. Un libro, al menos, puede camuflarse entre el resto de la biblioteca, o prestarse a un amigo con menos gusto literario. Y la ropa... Los señores son capaces de acciones heroicas antes de sumergirse en las temidas boutiques o secciones de moda femenina. Es decir, un jerseycito de Amaya Arzuaga sería sin duda mucho más apreciado por la mayor parte de las damas que el último premio Planeta; pero como en general sus hombres carecen de nociones básicas de lo que es una talla, y menos en punto, el menor de los males es un ladrillo de letra impresa. Por no hablar del crucero a Santo Domingo. Y si hablo de los caballeros se debe a que está comprobado que son ellos quienes más compran. Pero continúan siendo las mujeres quienes más libros reciben, y, con diferencia, quienes más leen.

Volvamos al momento de abrir el regalo. Ya el bulto envuelto en lazos nos ha hecho desechar la idea del jersey; pero tras la decepción inicial, conviene poner las cosas en su sitio y el libro en el suyo. Porque ese libro, que puede ser una edición cuidada y costosa, o un ejemplar de saldo, un libro de bolsillo o una reedición rarísima, una novela, un ensayo, un tratado de autoayuda, esconde demasiadas posibilidades como para dejarlo a un lado sin más.

Un buen libro puede contar una historia banal que, sin saber por qué, se queda agazapada en el pecho y nos llena los ojos de lágrimas. Puede describir con tanto deleite un país lejano que si lo visitáramos en el ansiado cruzado nos decepcionaría. Puede hablarnos de romances imposibles, pero que templan el pecho cuando hemos sufrido una discusión después de cenar y lo último que deseamos es acostarnos furiosos.

Puede conducirnos a lugares invisibles, a planetas fantásticos y plateados donde la humanidad jamás haya destrozado una civilización. O puede enseñarnos la historia de nuestro propio país con las palabras de un estudioso que haya dedicado su vida a comprenderla. Puede mostrarnos en fotografías bellísimas las distintas especies de rosas, y el momento más adecuado para transplantarlas. O enseñarnos a educar a nuestros hijos, o revelarnos nuevos cuentos que narrar antes de que se vayan a dormir. Pueden ampliar nuestro vocabulario, o dar ideas para decorar el apartamento de la playa. Puede, en las noches oscuras en las que nada compensa el hecho de estar vivo, dar fuerzas para continuar adelante. Puede, en un momento de revelación, dejarnos atisbar el significado de la existencia humana.

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De modo que ahora que aún están a tiempo, ahora que aún las fiestas no se han echado encima, escojan con cuidado qué libro quieren regalar. Que no sea el último recurso, que no les engañen dependientes ni enterados. Ábralo, no les avergüence hojearlo de pie junto a la estantería, no sientan reparos a leerlo antes de regalarlo. No es un cinturón, no es una joya cuyo valor en oro, diamantes o esmeraldas sea evidente. Es un pedazo de sabiduría humana, una enseñanza que no puede repetirse. Y ningún viaje, ningún perfume, ningún cachivache exótico puede superar eso.

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