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LA CRÓNICA Los templos vacíos ANTONI PUIGVERD

Llevo unos días investigando un tema que muchos lectores considerarán excéntrico. Lo que en sí mismo habla ya de la fuerza destructora del huracán que ha soplado en este último tercio de siglo. Me refiero a la popularidad de la religión. Hace 40 o 50 años la religión era, no sé si el opio del pueblo como mandaba el canon izquierdista, pero sin duda uno de los más celebrados y concurridos pretextos de relación social. Las iglesias rebosaban de fieles casi tanto como ahora rebosan los centros comerciales. ¿Exagero mucho si digo que hoy las masas comulgan en una u otra variante del Pans & Company de la misma manera que antes lo hacían en una u otra variante de la casa del señor? Entre la euforia religiosa y la euforia consumista, también los grandes credos laicos han perdido audiencia. El milenio se acaba entre apoteósicas rebajas generales.Interpretaciones aparte, lo cierto es que las iglesias, antaño repletas, hoy están vacías. Esto al menos es lo que sucede en Girona, antaño beata ciudad. He visitado sus templos, estos días, con harta frecuencia y a horas muy diversas. En general, están abiertos durante todo el día. En la catedral, a las nueve de la mañana, los canónigos ofician, en una extraordinaria capilla interior (un alto, angosto y puro cubículo de piedra gótica), una misa previamente aderezada con salmos y rezos de estilo monacal. Son 10 dignos y solitarios hombres, algunos de edad ya provecta. Se reparten las lecturas y declaman sin música. Cuatro fieles, entre los cuales este cronista, les acompañamos un rato: en primera fila un matrimonio de ancianos; en la última, una mujer cincuentona de apariencia turística que silabea devotamente. La capilla merece una visita, aunque un cartelito informa en la puerta que es éste un espacio reservado a la oración. Ha sido decorada con un extraño y sugestivo gusto posmoderno en el que se mezclan la austeridad románica y el lujo romano casi en versión hollywoodense: en lo alto del ábside, una galante hornacina alberga una Virgen gótica; en el centro, un altar semicircular montado sobre un grandioso capitel barroco; sobre el altar, una enorme corona de cobre imitando las formas del laurel y, en el fondo, junto al ábside, ligeramente elevado, un altísimo trono de madera, sobre el cual reposa el canónigo oficiante con sus verdes vestiduras de adviento. ¡Qué imponente representación para tan escaso público!

Más tarde, por las callejuelas que serpentean en la parte alta del casco viejo, doy, en la calle de la Escuela Pía, con el recoleto y enjaulado convento de las Esclavas del Sacratísimo Sacramento y de la Inmaculada. Tiene la coqueta capilla de estas modernas monjas una curiosa peculiaridad: nunca la iglesia está vacía, puesto que siempre se encuentra allí al menos una de ellas orando. Ocultas entre los ropajes de un solemne hábito blanco, las esclavas del sacratísimo sacramento se turnan, por espacio de una hora, día y noche, arrodilladas frente a un altar que preside la custodia con la hostia blanca y sagrada. La decoración no guarda analogía alguna con la sofisticada estética catedralicia: es ésta una capillita de puro estilo monjil, repleta de gladiolos, lamparillas y velas dispuestas como estrellas y haces de luz alrededor de la dorada custodia. Desde el fondo de la capilla, aislado por las rejas de clausura, contemplo durante unos largos minutos cómo una de las esclavas reza, arrodillada, blanca y silente, de espaldas a mí en extrema e inquietante quietud.

Por la noche visito otras iglesias. Apenas unos fieles en la misa del Sagrado Corazón. Nadie en la coqueta capilla del hospital. Nadie tampoco en la otra gran iglesia de Girona, en Sant Fèlix o Feliu. En soledad reconozco los impresionantes restos que contiene este magnífico y oscuro templo: los caballos, leones, torsos y estrigiladas formas de los sarcófagos romanos del siglo II al IV, casi invisibles junto al altar vacío; el enorme cuadro prerromántico que narra la furibunda pelea que las moscas de Sant Narcís libraron contra los franceses, y los tres sepulcros de este santo: el pequeño cofre románico, el gótico con sus coloreadas figuras de alabastro y, oculto en pesadas cortinas, cerrado por imponentes rejas, el de la extraordinaria, aunque polvorienta, capilla neoclásica. Con un par de monedas consigo un par de minutos de luz antes de abandonar el templo a su penumbra. "¿Dónde están los católicos?", pregunto a un sacerdote amigo. "Las iglesias continuan llenándose en los funerales", responde. El súbito cambio de valores los invitó a recorrer la enorme autopista de la indiferencia, pero regresan uno a uno al redil en forma de cadáver.

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