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Ahora sí

"Ahora sí" es lo contrario de Aún no, que es como se llama uno de los libros de Francisco Brines, el ganador del último Premio Nacional de las Letras; y también es una descripción, en dos palabras, de la forma en que el mundo de las letras está reconociendo, en los últimos años, la obra de los autores de la generación del 50, un grupo de novelistas y poetas magníficos que, por diferentes causas, no siempre corrieron a favor del viento en otras épocas, cuando la literatura más o menos radical y más o menos panfletaria era dueña de la moda y, por tanto, enemiga de gente como Brines, cuyos versos siempre han buscado una profundidad sin estridencias, un fulgor construido con palabras sencillas. Cuando uno se pone a pensar en ese grupo de escritores nacidos en la década de los veinte o principios de los treinta, va de Martín Santos y Laforet a Marsé, pasando por García Hortelano, Benet o Sánchez Ferlosio; va de Valente a Gil de Biedma, de Ángel González a Caballero Bonald y, sin duda, se da cuenta de su importancia, de la manera en, cada uno a su modo, supieron convertir un trabajo responsable y bien hecho en el mejor antídoto contra los venenos que, de vez en cuando, les ha echado en la bebida tanto innovador sin talento, tanto original sin nada que decir y tanto revolucionario de salón como anda por ahí.Pero los que hemos tenido la fortuna no sólo de leer los libros de esta gente, sino también de hacernos amigos de algunos de ellos, sabemos que se trata de escritores que jamás se conformaron con las bibliotecas y los ateneos, que siempre han entendido la literatura como una parte más de la vida. Madrid es una ciudad maravillosa y especial cuando uno anda por ella un día entre semana, más bien tarde, "en las horas intrusas de la noche / que vierten su silencio, su frío clandestino / en la casa desierta", como dicen los versos iniciales de Aún no, sobre todo si lo hace junto a Ángel González o José Manuel Caballero Bonald y Francisco Brines, que, por otro lado, no son José Manuel y Francisco para nadie, sino sólo Pepe y Paco, a secas: gente que ha hecho de la falta de solemnidad un rasgo de distinción, un modelo de comportamiento.

Uno va de una lectura de poemas a un restaurante y de un bar a otro bar con ellos y Madrid vuelve a ser lo que ya no es, vuelve a llenarse de reposo y de magia, a ser un sitio donde se habla sin prisas, donde se intercambian historias casi increíbles, se recomiendan libros y, por encima de todo, se ríe mucho, se ríe uno hasta caerse de espaldas, si es que antes no lo ha tumbado la ginebra de garrafón con que la mayoría de los locales agujerean a sus clientes. Yo conozco a muchas personas que no son como Ángel, Paco o Pepe, que, en realidad, son justo lo contrario: jóvenes narradores que buscan el camino que lleve a la fama sin pasar por el esfuerzo y que sin estar dispuestos a casi nada aspiran a casi todo; poetas vanidosos y engolados, aún a medio camino de no se sabe dónde, que hablan de sí mismos como si estuviesen decorando una tarta nupcial. Me los encuentro y no me gustan. Lo que sí me gusta es estar con Ángel, Pepe y Paco, caminar por la ciudad lentamente, parándote todas las veces que sea preciso para comentar lo que sea; notando que cuanto más se acerca el momento de marcharte, menos ganas tienes de irte; pensando en qué razón tenía quien inventó -alguien me dice que fue el viejo zorro de Rafael Azcona- aquello de "fuera de casa, como en ninguna parte". Qué buena noticia que le hayan dado el Nacional de las Letras a la poesía de Paco Brines y, por extensión, a ese hombre solvente y modesto que él es, ese hombre atento y generoso que no parece rehuir jamás ni una conversación interesante ni una madrugada capaz de ofrecer cualquier aventura que merezca la pena. Intentar parecerse un poco a él parece una buena estrategia, una forma de intentar sobreponerse al desgaste del tiempo y a la fealdad de las cosas para que llegue un momento en el que puedas mirar con la misma intensidad hacia atrás y hacia adelante y decirte algo parecido a lo que dice Paco Brines en su libro El otoño de las rosas: "Todas las noches de mi vida, / también las que vendrán, / son una iluminada rosa negra, / un secreto esplendor que aún no es ceniza / y nadie puede ver, / y que este ciego goza/ lleno de ardor, con las manos tendidas".

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