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Muere a los 79 años el crítico de arquitectura Colin Rowe

A los 79 años ha fallecido en Washington el historiador Colin Rowe, uno de los críticos de arquitectura más influyentes del siglo XX.Rowe era uno de esos ingleses gruesos, sonrosados y bebedores que nunca llegan a sentirse a gusto en la islas Británicas. Erudito y excéntrico, pasó la mayor parte de su vida académica en Estados Unidos, y a partir de su jubilación, en 1985, Italia fue su residencia predilecta. Le gustaba decir que en América estaba tan exiliado como Voltaire en Ferney; pero cuando, a principios de esta década, ensayó el retorno a Londres, los resultados fueron catastróficos; esa ciudad y gli inglesi fueron para él siempre l"infâme. Y, sin embargo, era un Whig genuino, un liberal británico refinadamente arcaizante, obsesionado por la ilustración masónica, las antigüedades clásicas y el arte italiano. A través de sus artículos, que circulaban mecanografiados de mano en mano como documentos clandestinos, Rowe fue la chispa intelectual de una contrarrevolución formalista antimoderna, que sólo salvaba de los maestros de la vanguardia aquellos aspectos puramente lingüísticos o compositivos que los emparentaban con la gran tradición clásica: su comparación de las villas de Le Corbusier con las de Palladio fue uno de los hitos míticos de aquella fascinante subversión de los dogmas modernos. Y en el terreno urbano, su posición no era muy distante de la de Popper, porque en el pensamiento utópico no veía sino amenazas totalitarias, por lo que prefería entender la ciudad como un collage liberal de propuestas compatibles y sucesivas.

Colin Rowe no se sentía a gusto en Inglaterra, pero quizá tampoco en nuestro siglo. Cuando murió su amigo Jim Stirling, Rowe solicitó que la urna con las cenizas del arquitecto se depositaran en una hornacina del patio circular de la Staatsgalerie de Stuttgart, una obra que admiraba por lo que tenía de homenaje al clasicismo de Schinkel; en la hora de la muerte del historiador, acaso cabría pedir para su urna funeraria otra hornacina del exilio, y seguramente en ningún lugar mejor que en el Palazzo Pio de Roma, donde pasó sus mejores años este inglés que padeció la pasión de Italia.

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