La norma y el azar
Después de haber asistido en estos años a la consagración de Felipe II como príncipe humanista, de Cánovas como campeón de la democracia, de García Lorca como imprecisa víctima de la guerra civil y de la generación del 98 como fundamento de la modernidad, ¿quién puede sorprenderse de que el Partido Popular quisiera convertir el "golpe fascista militar" de Franco en un "enfrentamiento fratricida en el que una generación de españoles se inmoló en una prueba de sinrazón y odio"? Más allá de la escaramuza parlamentaria con motivo de la proposición sobre el exilio republicano discutida semanas atrás, el problema de fondo y no resuelto, el que debería despertar ya algunas alarmas y dar ocasión a un debate profundo y general, es que la democracia de 1978 sigue sin encontrar una perspectiva para narrar el pasado de los españoles, de todos los españoles.Muchas páginas se han dedicado, en este sentido, a diseccionar el carácter excluyente de la historiografía de los nacionalistas. Tantas que parecen haber excusado una reflexión similar sobre el relato canónico de la historia de España -obra, precisamente, del nacionalismo romántico del XIX- y sobre la evolución que ha experimentado en estos últimos tiempos, casi siempre a golpe de centenarios y efemérides. Quizá por ello, la comparación entre la versión del pasado español fijada por Modesto Lafuente y Juan Valera y la que es hoy dominante arroja un exiguo balance, puesto que las diferencias entre una y otra parecen afectar más a la adjetivación y los detalles que a la sustancia misma del relato. Es cierto que el carácter providencial de nuestra historia -esa representación de España como ejecutora de los designios de la divinidad- ha dejado de ser moneda corriente en la bibliografía especializada de nuestros días. Pero eso no ha impedido que siga operando su presupuesto esencial, que es el de considerar el cristianismo como algo autóctono y, por tanto, propio y español, en tanto el judaísmo y el islam siguen siendo credos extranjeros e importados. ¿Qué otra razón explicaría, si no, que se siga hablando de "invasión árabe" para designar el triunfo del islam en la Península durante el siglo VIII? ¿Es que sólo los árabes podían ser musulmanes?
Este ya largo debate sobre los credos peninsulares y sus implicaciones sobre la idea de España no pasaría de ser un mero divertimento intelectual si no hubiera tenido unas consecuencias políticas determinantes para el presente. Una de las más recientes -aunque no la única- es la de haber dado origen a un híbrido aberrante, como el del liberalismo integrista. Gracias a él, los diputados de las Cortes de Cádiz fueron capaces de redactar un artículo en el que se establecía, no que la religión de España era la católica, sino, además, que era "la única verdadera". Quienes se opusieron a esta confusión entre política y teología, es decir, quienes representaban la tradición liberal a secas, la tradición sobre la que se han construido los actuales valores europeos, acabaron acusados de "reos de lesa nación", como Blanco White. Y habría de ser precisamente ese carácter integrista del liberalismo español el que, salvo periodos de auténtica excepción como la II República, incapacitaría a las instituciones de nuestro país para incorporar al juego democrático a buena parte de las ideologías del XIX, que hacían del laicismo uno de sus rasgos más característicos. Las tragedias que ello acarreó son sin duda conocidas; lo que no es tan seguro es que hayan sido comprendidas, y baste sólo un ejemplo. De imaginar qué aguas remueve, de habérselo hecho saber meridianamente la historiografía, ¿insistirían los conservadores en la simpática aunque inquietante rutina veraniega consistente en que el presidente del Gobierno inaugure el curso político con una comida en silencio en elmonasterio de Santo Domingo de Silos?
Conociendo el talante de los apóstoles del centro reformista no habría que descartar que, aun conscientes de los fantasmas que desentierran con esos y otros gestos, volvieran a repetirlos. Pero el problema no es ése; el problema reside en si la historiografía está en condiciones de hacérselo saber y, por esta vía, contribuir desde su parcela al reforzamiento del espacio ciudadano que perfiló la Constitución del 78. Desde luego, el derrotero que parecen haber emprendido los estudios históricos en nuestro país no dejan mucho margen para la esperanza. España es un país normal, en eso consiste la nueva consigna. Para quienes se sienten cómodos en esa tradición del liberalismo integrista -e, incluso, en otras tradiciones más aciagas, pero que no tardarán en ser rehabilitadas por obra de algún nuevo centenario o efemérides- no puede haber noticia mejor. La proclamada normalidad de España les permite encontrar paralelismos reconfortantes y hasta exculpatorios en la historia de Europa, de modo que las atrocidades de la Inquisición son equivalentes a la persecución religiosa en Francia y la dictadura de Franco a otros regímenes autoritarios, más brutales incluso. También las checas y los paseos del 36 se quedan en nada si se miden con acontecimientos revolucionarios europeos.
Probablemente se equivocan quienes pretenden oponerse a esta visión reivindicando al carácter excepcional de la historia de España. Nuestro pasado no es normal; pero no porque sea excepcional, sino, sencillamente, porque no hay norma. Defínir un patrón histórico capaz de explicar la Comuna de París, la unificación de Alemania y la expansión colonial es sin duda posible: ya lo hizo, por ejemplo, la historiografía marxista. El problema es que exigía unas categorías tan generales, un trazo tan grueso, que al final no era otra cosa que una logomaquia para convencidos. Un trazo tan grueso como el que debe emplear, en efecto, la historia normal de España, cuyo razonamiento de fondo parece ser el de que nuestro país es europeo no porque el poder haya compartido los valores más representativos de Europa, sino porque ha participado de sus atrocidades. Es decir, no porque nuestros Gobiernos defendiesen la tolerancia, sino porque en Europa también hubo guerras de religión, y hitlers, y mussolinis.
Aparte de en paradojas como la descrita, el trazo grueso al que se condena la historia normal de España incurre en flagrantes injusticias, como la de difuminar la frontera entre víctimas y verdugos, asegurando que en España nadie lo ha sido de manera absoluta. Desde esta perspectiva, Felipe II no puede ser condenado como tirano porque, junto a su impiedad en la represión, mostró afición a las artes o amor por sus hijas. En sentido contrario, Azaña no puede ser exculpado de la guerra civil porque, según estableció el más insigne de nuestros pensadores antiparlamentarios, era capaz de cualquier cosa por su condición de escritor para minorías. Lo que esta aproximación parece olvidar es, precisamente, uno de los mayores logros de la tolerancia en Europa: el de considerar que incluso el más abyecto de los criminales puede ser una víctima absoluta si es perseguido, no por sus crímenes, sino por su raza, lengua, religión o creencia ideológica. Y esto es lo que ha ocurrido con demasiada frecuencia en la historia de España.
El entusiasmo de nuestros conservadores por la historia normal de España resulta comprensible, porque rehabilita unas tradiciones políticas e ideológicas que les son muy queridas. Por esta misma razón, una parte de la izquierda tampoco le hace ascos a una visión en que la responsabilidad por la barbarie pasada se generalice. Quizá sea fruto del azar, y no haya que darle más vueltas. ¿Pero no resulta asombrosa la coherencia de ambas actitudes con los tiempos de regeneración que hemos vivido
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