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La tercera edad

La vejez está alcanzando las últimas posiciones del horizonte. La Humanidad y la Tierra acaban de entrar, o están por llegar, a la tercera edad. Los síntomas son evidentes.La pirámide de edad en los países que deciden ya no lo es. La cúspide de la misma, ese que fue ápice altivo que remedaba a las montañas, se abomba progresivamente hasta dibujar una suerte de amorfa figura que nada tiene de geométrico. Ciertamente, la vejez aumentada no es lo preocupante, sino un logro amable. Pero lo que queda claro es que la base resulta cada día menos ancha, y que la sustentación empeora por la escasez creciente de jóvenes y, más aún, de juventud. El hipócrita despliegue propagandístico para captar el voto de los jubilados refrenda la irrupción de la ancianidad. A la que se quiere, como a casi todo lo demás, conforme y devota en lugar de respetada y reconocida.

No se queda en tales evidencias el proceso de envejecimiento. Ya tenemos más fuera que dentro la inteligencia. Los excesos de la informática, que no ella, son cada día más como ese bastón en que se apoya el humano cuando sus capacidades físicas disminuyen. En medio de esta ancianidad obvia está la otra, la por completo contradictoria. En realidad, en el mundo hay cada día más gente joven. Somos seis mil millones, tantos que sumamos ya más seres vivos que todos los muertos habidos en las 460 generaciones anteriores, que son todas las que nuestra especie ha visto sucederse. Pero como mantenía Elias Canetti, " la edad de la Tierra cambia según el número de sus habitantes". Lo que sugiere que nuestro planeta es cada día más viejo, no sólo dado su obvio pasar por el tiempo, sino también por el exceso de humanos.

Todavía más inquietante es la conformidad. La autodomesticidad es categoría de lo que va terminándose. Si cualquiera de las formas de rebeldía, como tantas veces se ha afirmado, son íntimas amigas de la juventud, nada asoma tanto ahora mismo como la incapacidad de cuestionar lo establecido y proponer metamorfosis. Y esto sucede porque los más jóvenes, al menos en estos pagos, apenas pasan de la adolescencia, ya son maduros productores de estabilidad. Lo que produce infinita mediocridad en las apuestas de convivencia y arte. Si hasta Pedro Almodóvar es ya uno más de los correctos.

La ancianidad creciente, en cualquier caso, podría ser desgastada por los mismos procesos de renovación que la vida inventó y encontró precisamente para durar y ser incesantemente nueva y novedosa. Pero es precisamente a esos mecanismos a los que más se ataca. La vieja humanidad parece desear que también lo sea la naturaleza. Acaso envidiosa de la eterna juventud que siempre intentó lo viviente, se afana con patética eficacia a convertirlo todo en desgastado, tropezón y añoso. Baste recordar que la atmósfera anda febril; que los vasos sanguíneos de este mundo, sus ríos, padecen arteriosclerosis, o que menudean los abrasamientos y erosiones de la piel de la Tierra. Miles de especies de animales y plantas han perdido productividad biológica, incluso en mayores proporciones que las sociedades opulentas.

La renuncia a rejuvenecer se adensa, sobre todo, con la penosa apuesta por sólo un crecimiento económico sin límites. Y por la incapacidad de animarse a explorar novedades, sin acumulación, que es lo propio de la juventud.

Mientras nuestra ancianidad y la que le imponemos al derredor sea más activa que los procesos con los que la vida se opone a su destrucción, algo nos equivoca, nos extravía y, porque envejece, nos amenaza. No somos capaces de comprender que los destinos se agotan si se extinguen las retaguardias, los suministros y, sobre todo, la vivacidad. Por suerte, la alternativa existe. Se llama sostenibilismo, el único pensamiento que busca un hogar para la multiplicidad que aporta no renovándose. Por desgracia, los decrépitos que están en el poder, y no pocos de los que quieren estarlo, le dan a la juventud un oscuro rincón.

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